Para The Economist, la palabra del año para este 2024 que termina es kakistocracia. La cual, hay que reconocer, no forma parte del lenguaje usual en castellano y cuya formulación podría llevar la imaginación por rumbos extraños.
Para precisar su significado, hay que remontarse al idioma griego, empezando por cracia. Claro: término griego que nos remite a “gobierno” o “poder”. Democracia, “sistema político en el cual la soberanía reside en el pueblo” (DRAE), o plutocracia, en el que “los ricos ejercen su preponderancia en el gobierno del Estado” (DRAE).
El término kakis, por su parte, alude a "mal" o "malamente", y se utiliza para describir algo que está mal hecho o en mal estado. Puede referirse tanto a condiciones físicas como morales. En consecuencia, el significado de kakistocracia es: el gobierno de los peores.
The Economist consideró que el término aplica en el mundo a varias circunstancias o países. Afirman que la palabra se disparó en las redes al día siguiente de la elección de Trump en los Estados Unidos, pues asomaba un gobierno de los peores.
Cuando empezaron a trascender algunos de los nombres que Trump estaría escogiendo para formar su gobierno, se fue dibujando el rompecabezas de la kakistocracia, que, según el diario económico estadounidense, Trump estaba armando. Resumió los “fichajes” con términos agudos:
Matt Gaetz, “acusado de delitos sexuales y de drogas y objeto de una investigación ética en el Congreso, fue nominado para ser el más alto funcionario policial del país”.
La revista también mencionó a Robert F. Kennedy Jr., “un hombre con opiniones descabelladas sobre las vacunas, quien iba a ser secretario (ministro) de Salud”; Tulsi Gabbard, “una teórica de la conspiración con cosas ‘bonitas’ que decir sobre los déspotas de Siria y Rusia, quien iba a dirigir los servicios de inteligencia de Estados Unidos”.
Finalmente, Pete Hegseth, “un presentador de Fox News, con tatuajes asociados a la extrema derecha (y que había sido acusado de agresión sexual), fue escogido como secretario (ministro) de Defensa”.
The Economist nos recuerda, retrotrayéndose al anterior gobierno de Trump, que la última vez pareció despedir a más funcionarios que la mayoría de los presidentes: “Esta vez, sin embargo, ha elegido a su gente por su lealtad por encima de todo. Y muchos de sus partidarios están encantados, viendo en sus nombramientos un equipo de demolición para derribar un Estado profundo que detestan”.
Con un equipo así, pueden venir tiempos complicados para América Latina y el mundo. Según se ha sabido, empezarían con un manejo arbitrario y politizado de los aranceles, apuntando tanto a México (por las migraciones) como a Perú, por haber tenido la “osadía” del mega puerto de Chancay con inversionistas chinos.
En América Latina hemos tenido varios gobiernos que califican como kakistocracia. Empezando por la proliferación de dictaduras militares, un proceso que jaqueó a la mayoría de países durante décadas. Regímenes de diverso tipo que, en su gran mayoría, destacaron por la represión al pueblo y, en general, contra cualquier oposición. Y la corrupción, que no empezó -ni terminó- con Somoza (Nicaragua), Stroessner (Paraguay), Odría (Perú) o Trujillo (República Dominicana).
¿Y los derechos humanos? Hoy, Nicaragua o Perú son Estados que, con precisión, han sido calificados críticamente por la Corte Interamericana de Derechos Humanos como países “en desacato”: incumplidores recurrentes de la normativa internacional o con severos retrasos en la implementación de medidas. Y con una grosera falta de acciones concretas para garantizar la justicia y la reparación dispuestas.
Las kakistocracias en esos dos países ya son parte protagónica medular de nuestro escenario regional. El Perú de ahora, con el Pacto Corrupto en el poder del Estado, tiene un gobierno “de los peores”. Con integrantes cuyos intereses personales, en varios casos, parecen ir viento en popa, pero que está marcado por la corrupción, la incompetencia y decisiones perjudiciales para el país, tomadas para favorecer a algunos de los que tienen el poder. Los que se “salvan”, como el canciller Schialer, son los menos.
Pieza medular en nuestra kakistocracia peruana es, sin duda, el Congreso. Este expresa brutalmente la crisis de representación: legislando básicamente para sí mismo, creando normas y políticas para “blindar” a congresistas investigados o vinculados a casos de corrupción, y designando funcionarios poco calificados.
Han liquidado lo poco que se tiene de institucionalidad democrática. Así han colapsado y, virtualmente, “enterrado” la Defensoría del Pueblo. Avanzan en desmoronar la independencia judicial: buscan avasallar/liquidar a la Junta Nacional de Justicia. Ahora perpetran normas para criminalizar a las ONG. Todo porque fiscalizan al poder y trabajan con la gente. Mientras, manipulan groseramente las normas para someter al Tribunal Constitucional.
Todo esto, por cierto, con la complicidad silente y total pasividad de un Ejecutivo impopular, que ha decidido mirar hacia otro lado, con el objetivo de defender los intereses individuales de quienes lo lideran.
Lamentable gestión la de Boluarte, quien podría —¿merecería?— ser vacada. Acusada, con toda razón, de autoritarismo y represión frente a las protestas sociales, y de una pésima gestión económica y social. Con precios récord actualmente en algunos de nuestros metales de exportación (como el cobre y el oro), las finanzas públicas han vuelto al cáncer del déficit fiscal, irresponsable y sostenido.
El término kakistocracia encaja, pues, particularmente bien en este contexto. Decisiones tomadas que no solo parecen ineficaces, sino que son, deliberadamente, dañinas para el bienestar colectivo del país. Resultado, pues, de la activa mano de los peores.