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Opinión

La crisis nacional: salir del túnel, por Manuel Rodríguez Cuadros

Creo que mucho más que una crisis estructural, el Perú enfrenta una crisis de viabilidad nacional. Caracterizada por el desajuste entre una sociedad nacional emergente en los últimos 80 años

larepublica.pe
Manuel Rodríguez Cuadros

Salvo en el Gobierno y en algunos sectores políticos muy aislados, en los últimos meses se ha ido consolidando, ya no la percepción, sino la convicción de que el Perú vive una crisis que pone en cuestión su viabilidad como nación.

El prestigioso think tank International Crisis Group, en el mes de febrero, elaboró el informe "Conflictividad perpetua: una ruta hacia la estabilidad del Perú". Señaló que "el descontento popular con los líderes, las instituciones estatales, los partidos políticos y la democracia en general está alcanzando niveles nunca vistos (...) Atemperar las divisiones que atraviesan a la sociedad peruana es un imperativo, pero el primer paso en esta dirección debe ser reformar un sistema político que ha perdido casi toda su legitimidad y, por tanto, su capacidad para actuar como válvula de escape para la sociedad en general".

En el Perú se observa un conjunto de situaciones y procesos disruptivos de la institucionalidad democrática y el pacto social, que dotan a la crisis de una dimensión sin precedentes históricos.

La dimensión política que está adquiriendo la criminalidad organizada pone en cuestión el derecho a la vida y el proyecto vital de millones de peruanos. El hecho de que en 19 días de estado de emergencia se haya asesinado a 20 personas indica la gravedad de una situación en la que la característica más siniestra es la colusión entre el poder político y las organizaciones criminales.

Las leyes que ha dado el Congreso, confirmadas y respaldadas por el Ejecutivo —es decir, la alianza gubernamental— para proteger a las organizaciones criminales y debilitar las capacidades de investigación de la Fiscalía y el Poder Judicial, configuran una alteración de la institucionalidad democrática, ya no de un régimen híbrido, sino de un autoritarismo crecientemente represivo, en el lenguaje y la acción.

Las condiciones de vida de la población y el sufrimiento de las familias, ya agobiadas por la inseguridad de sus bienes y sus vidas, se incrementan por el aumento de la pobreza. El 29% de la población está en pobreza monetaria. El 73% que vive en las ciudades es pobre. Dos de cada cinco establecimientos del primer y segundo nivel de atención de salud no tienen disponibilidad de medicamentos esenciales. El 93% de la población cuenta con cobertura de salud, pero 7 de cada 10 personas que necesitan asistencia médica no la obtienen. En 2023, 17,6 millones de personas padecieron de inseguridad alimentaria, moderada o grave. Y el Gobierno —fuera de toda racionalidad— decide reducir en un 50% el presupuesto destinado a las ollas comunes.
Inseguridad, pobreza, alimentación y salud se deterioran más en la medida en que el crecimiento es inferior al 4%. Y las mejores previsiones para fin de año indican que estará entre el 2,7% y el 2,8%. Por si fuera poco, la Cepal, en su último informe (octubre de 2024), indica que el Perú es el país de Sudamérica donde más ha caído la inversión privada, en un 56%. Y pronostica que estamos frente a otra inminente década perdida para la economía de la región.

Pero las crisis institucional, económica y social, siendo ya graves, son factores derivados de una crisis mayor: el colapso del sistema político instituido por la constitución de 1993. En 31 años, ese modelo, basado en la imposición del Ejecutivo al Congreso o del Congreso al Ejecutivo, en función de quién controla la mayoría parlamentaria, ha producido la destrucción de los partidos políticos y la vida política de los ciudadanos. Ha conducido, también, a la ilegitimidad absoluta. De la mano de la creciente intervención en las decisiones del Estado de los poderes económicos, ilegales, criminales o situados en la zona gris de la ilegalidad y la informalidad. Lo que era la Sociedad Nacional Agraria como poder económico del Perú oligárquico, de alguna manera lo es hoy la minería ilegal o el narcotráfico.

La crisis, palabra de origen griego, referida inicialmente a un grave accidente del equilibrio de la salud humana, tiene hoy un significado más amplio. Y en el caso peruano, superlativo. Ha pasado a definir un grave desequilibrio sociológico, político, social y cultural, entre el Estado, la sociedad, la nación, el ordenamiento jurídico, institucional y la conducta de la población, incluidas las normas éticas que deben orientarla.

Creo que mucho más que una crisis estructural, el Perú enfrenta una crisis de viabilidad nacional, caracterizada por el desajuste entre una sociedad nacional emergente en los últimos 80 años (esencialmente chola, en el mejor de los sentidos, por su etnicidad, especificidad cultural y modernidad), un Estado incapaz de absorberla y regularla, y una nación que, habiéndose conformado en las últimas décadas, no tiene anclajes en la conciliación de intereses, sino disparadores de conflictividad en la lucha de unas fracciones contra otras.

Los millones de migrantes del otro Perú que irrumpieron en la vida nacional, para conformar esta nación mestiza, vieron confrontados sus valores comunitarios, de la solidaridad y la acción colectiva —propios de las cosmovisiones andinas y amazónicas— con una economía, una convivencia social y un Estado que les dio la espalda, los agredió y los agrede. Que los forzó a reinventarse, asumiendo conductas —en las antípodas de su cultura originaria— como el individualismo, el egoísmo extremo, el "sálvese quien pueda y como pueda", el desconocimiento o transgresión de la ley y la autoridad, la negación del nosotros y la primacía absoluta del yo. Una suerte de "ley de la selva urbana" como lógica de supervivencia, primero, y luego de acumulación de capital.

El otro Perú, como señaló Matos Mar, no solo pasó a tomar los espacios urbanos de supervivencia y circuitos esenciales de la economía nacional, sino que progresivamente fue ganando espacios de ciudadanía y de ejercicio de cargos públicos, incluyendo la representación parlamentaria.

El problema es que este desborde popular positivo en la constitución de la nación mestiza y chola coincidió en su fase más expansiva con las visiones neoliberales que en las últimas décadas, al mismo tiempo que afirmaban una gestión macroeconómica responsable y eficiente, optaron por la irresponsabilidad de desmantelar el Estado nacional, reducirlo a ser un intermediario entre los intereses económicos, grandes y pequeños, capitalinos o provincianos, y un sistema de contraprestaciones que fue sustituyendo la legalidad por la corrupción.

Frente al Estado mínimo, tanto las élites como las fuerzas sociales de la emergencia del otro Perú han construido espacios económicos, institucionales y políticos que circunvalan la legalidad o la violentan. Esto ha generado una crisis ética en el comportamiento individual y colectivo, que explica la corrupción generalizada, el desprecio por las regulaciones societales y la presencia de la anomia.

El colapso del sistema político y la precariedad del próximo proceso electoral limitan las opciones para salir del túnel. En lo inmediato, no hay duda de que el escenario menos dañino es el de un gobierno de transición de año y medio, sea por renuncia o por vacancia, que genere garantías mínimas para las elecciones. Si fuese así, tampoco se asegura dar luz al túnel, pero podría evitar un mayor deterioro.

Al 2026, puede haber una fórmula: un Gobierno futuro, de amplia base y convergencia democrática. Inclusivo, social, nacional, de economía moderna y responsable. Que obtenga en primera vuelta una amplia mayoría. Solo con ese poder y legitimidad podría enfrentarse la crisis de viabilidad nacional y refundarse el sistema político. Y gobernar para el nosotros de la emergente nación peruana. ¿Utópico? Puede ser. Pero la historia está también hecha de utopías. Como ha recordado Danilo Martuccelli, “ante la crueldad objetiva de los desafíos que aquejan al Perú de hoy, para todos y para todas, la esperanza es un deber”.