Cuando se trata de hablar del origen del Estado o de por qué aceptamos vivir bajo un marco normativo superior a nuestros intereses particulares, desde la teoría política a menudo empezamos hablando del contrato social que, en brevísimas líneas, propone que existe un gran acuerdo entre los miembros de una sociedad respecto de sus derechos y deberes de sus miembros, y que la regulación del cumplimiento de estos es regida por normas formales (leyes) y también informales.
Para organizar estas normas, garantizar derechos y hacer cumplir deberes, las sociedades creamos los Estados y, poco a poco, los organizamos hasta darles la forma que les conocemos hoy.
Ese contrato tiene un punto de partida mínimo: La protección y garantía a la vida de cada uno de quienes conforman el Estado. Para Thomas Hobbes, los súbditos -hoy ciudadanos y ciudadanas- renuncian a la violencia o la resolución individual de los conflictos a cambio de seguridad.
Es decir, como bien decía el ensayista mexicano Gabriel Zaid “Garantizar la seguridad de la población no es uno de los servicios del Estado, es su razón de ser. Si no hay seguridad, no hay Estado.”
Sin embargo, hace tan sólo unas horas, una joven de 20 años, con su bebé en brazos, murió de un balazo en San Juan de Lurigancho mientras viajaba en una combi. Y, en lo que va del año, han sido asesinado 6 choferes de transporte colectivo (me niego a llamarle público a un servicio totalmente privatizado) por negarse a pagar a extorsionadores.
El paro de transportes que se vivió en Lima metropolitana el jueves 26 de setiembre nos ha recordado que esa mínima garantía Estatal se encuentra hoy plenamente vulnerada. El paro no reclamaba, como en ocasiones anteriores lo hizo, bajas en el precio del combustible, eliminación de peajes o facilidades para la creación de líneas de transporte. El reclamo es mucho más simple: no temer ser asesinado cada día en la pista. No tener que ceder las ganancias del día para sobrevivir.
Y esto, como escribió Daniel Encinas en X “No es una exigencia maximalista, es lo mínimo que debería garantizar un Estado”.
La respuesta a este reclamo, sin embargo, a quedado muy muy lejos de lo aceptable.
En primer lugar, un Ejecutivo que no es capaz de recoger un reclamo de la ciudadanía está lejos de ser competente. Pero quienes ocupan hoy los principales cargos de poder no sólo no han sabido oír el reclamo de transportistas, bodegueros, alcaldes, comerciantes y ciudadanía en general, que llevan mucho tiempo insistiendo en su preocupación por la inseguridad ciudadana, sino que se ufanan de no hacerlo al decir que “No le vamos a hacer el juego a ningún paro”.
Y por no seguirle el juego, miles de estudiantes se enteraron en la puerta de sus colegios que ese día sus clases serían virtuales; decenas de conductores recibieron bombas lacrimógenas por ejercer su derecho a protestar y toda una ciudad se enfrentó al caos, producto de su inoperancia.
Para salvar la situación, unas horas más tarde los señores que hoy ocupan los Ministerios salieron a anunciar la declaratoria del estado de emergencia en 11 distritos de la capital y a presentar a 100 efectivos que conformarían un grupo especial contra la extorsión. Junto a ellos no estaba ningún dirigente del transporte, ningún representante de la sociedad civil, ningún especialista en seguridad para justificar estas medidas. ¿era esto lo que los manifestantes pedían como respuesta? ¿qué medidas concretas contemplará este estado de excepción? ¿en cuánto tiempo pueden esperarse resultados reales?
Aquí vale la pena detenerse en el reciente estudio de Wilson Hernández, Angelo Cozzubo y Andrea Román sobre los resultados de los Estados de Emergencia en el Callao. Los autores identifican que los EE no resuelven el problema de la inseguridad, sino que si acaso lo desplazan (a otros distritos, por ejemplo) y que incluso se pueden ver “efectos rebote” una vez terminado su plazo de ejecución.
Pero de nada de eso se ha hablado. Tampoco de que las recientes leyes dadas por el parlamento han hecho más fácil la vida de las bandas organizadas y que la razón de ser de estas leyes es precisamente que algunos partidos funcionan casi como bandas organizadas.
Esta ha sido también la ocasión para que los verborreicos de la “mano dura” salgan a promover sus recetas de populismo punitivista, que venden como grandes soluciones al problema de la inseguridad pero que se enlazan con ruptura de derechos y gatillo fácil.
Una de los principales desafíos de la democracia es, y ha sido siempre, enfrentar a las organizaciones criminales con respeto a los derechos fundamentales, pues para quienes enfrentan la violencia puede parecer que es mejor seguir cediendo libertades, como en el contrato social, a cambio de una garantía de seguridad. Nada más lejos de la verdad.
Necesitamos políticas serias para recuperar la seguridad para la ciudadanía, pero no pueden darse de forma tan que las fuerzas políticas democráticas y progresistas cedan paso al discurso de la mano dura.
Como bien señala Lucía Dammert, “el camino hacia políticas serias y sólidas no debería sostenerse en la violación de derechos humanos o los encarcelamientos indiscriminados, sino más bien en el diseño e implementación de políticas serias, basadas en evidencia, sostenidas en el tiempo y apoyadas por una voluntad política férrea”.
Sin esa mirada, no alcanzaremos a recuperar la seguridad para la ciudadanía, y habremos fallado totalmente con los mínimos que nos permitan seguir denominándonos Estado.