En una paradoja cruel, más de 780 millones de personas pasan hambre en el mundo, mientras que un 17% de los alimentos que se producen globalmente no se consume y se desperdicia. Del total de afectados por la falta de alimentación, 43,2 millones corresponden a personas de nuestra región y de ellas, más de 16 millones son peruanos.
Se trata del país que el 2023 mostró la mayor inseguridad alimentaria de Sudamérica, según datos de FAO. Es la peor caída vista en los últimos 10 años. Somos una nación de contrastes, divididos por una enorme brecha de desigualdad, que no logra superarse y que con la pandemia se ha ahondado.
En este 2024, las condiciones de vida de las personas afectadas por el hambre tienden a empeorar por efecto del encarecimiento de productos básicos mostrado en los primeros meses del año y la temporada de lluvias y fenómenos climáticos que empeora los entornos de los más vulnerables.
Las estrategias para paliar el hambre se multiplican, la mayoría de ellas comunitarias. Ollas comunes y comedores populares que buscan resolver el hambre colectivo con escasos recursos. El Estado tendría que priorizar la atención de esta creciente necesidad, garantizando los canales para llegar a las poblaciones aquejadas por estas carencias nutricionales. El Midis es el encargado de esta tarea, que requiere soluciones rápidas y cero manejo político.
Queda en manos de la sociedad, sin embargo, accionar el otro engranaje en esta cadena alimentaria: la lucha contra el desperdicio que alcanza cifras tan altas. Ese 17% que se desecha porque no se consumió y que ya no puede ser recuperado ni reutilizado. Una realidad diaria que afecta la tierra, el agua, la semilla y el abono que se emplearon y no sirvieron para alimentar a quien lo necesitaba.
Incorporar en nuestra cultura la lucha contra el desperdicio de alimentos puede ser un aliciente para renovar el espíritu de solidaridad y de humanidad, en un contexto de desintegración y atomización tan riesgoso.