(*) Profesor PUCP
¿Qué ha fallado en el país de “la mitad del mundo” y en buena parte del barrio latinoamericano? Hay un cóctel de elementos, que en el caso de Ecuador tienen que ver con la economía dolarizada, el tamaño de su territorio y la magra institucionalidad. Pero hace tiempo hay un ingrediente crucial, pernicioso, que alimenta en esas tierras y en otras el desborde criminal.
En numerosos estudios, hechos desde hace por lo menos 10 años si no más, la desigualdad emerge como un factor que persuade o arroja a miles de ciudadanos, sobre todo jóvenes, a vivir fuera de la ley, a sentir que en la marginalidad hay un territorio donde se asoman posibilidades de redención. Donde, además, los bienes dispendiosos pueden llegar al ritmo de varios disparos.
No lo queremos admitir, pero ese problema del cual no queremos hablar mucho, ese mal que nos hace vivir en una suerte de ficción democrática cada día alumbran más problemas. América Latina es la región más desigual y, a la vez, la más violenta. Un estudio del Banco Mundial, publicado en el 2014, sostuvo que en México una distribución más equitativa hizo bajar la criminalidad.
El mismo estudio señala que, cuando la desigualdad bajó, la violencia también creció. Pero en una entrevista para El País de España, Hernan Winkler, uno de los autores, puntualizó que “un aumento en la desigualdad debido a que los ricos se vuelven más ricos es lo que ha contribuido a incrementar la tasa de homicidios”. En suma, no es la pobreza, sino el abismo social.
Informes similares se han hecho en Costa Rica, donde la delincuencia no está tan desatada, pero tiende a aumentar (el Informe del Estado de la Nación del 2017 sugiere que la desigualdad —alta en este país— es el caldo de cultivo de la violencia). O en Chile, donde un estudio chileno-británico sostiene que, cuando la desigualdad aumenta, hay más incentivos para cometer delitos.
Todos estos informes se cuidan de afirmar que ese no es el único factor, pues también cuentan el sistema judicial, la situación de las cárceles, la corrupción, la ineficiencia de la policía. Lo que, sin embargo, sorprende es que en el debate político y mediático ese factor se ignore de manera irresponsable. El teniente alcalde de Lima lo hizo hace poco en una entrevista y no pasó nada.
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El agravante, de acuerdo a varios de estos estudios, es que, mientras la criminalidad aumenta y ajocha especialmente a los sectores más despreciados, aumenta la inversión en seguridad privada en los barrios más acomodados. Es casi alucinatorio: estamos convirtiendo a varias ciudades latinoamericanas en espacios caóticos, pero con cotos cerrados a prueba de balas y raciocinio.
Mientras no se cierren las brechas sociales, los varios tipos de criminalidad aumentarán. Peor aún si los Estados se debilitan en su misión social y, más bien, acuden con fruición a su función represora. No, la desigualdad no es el único problema. Pero es un problema del que no se habla porque, precisamente, nos provoca una inseguridad ya no ciudadana sino emocional.