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Opinión

Crisis y desideologización

“Se siente la ausencia de un sentido de dirección colectiva, de cualquier tipo. Es un vacío peligroso y no se restringe a la política...”.

El ideario de Perú Libre habría sido cambiado por intereses mayores de tener una "cuota de poder" en el Gobierno de Pedro Castillo. Foto: Antonio Melgarejo/La República
El ideario de Perú Libre habría sido cambiado por intereses mayores de tener una "cuota de poder" en el Gobierno de Pedro Castillo. Foto: Antonio Melgarejo/La República

“Partido político: [...] Mafia desideologizada organizada en torno de un caudillo para la conquista del control de cualquier porción del aparato estatal”. María Galindo, Feminismo bastardo, 2021, p. 176

¿En qué momento los políticos dejaron de hablar de política? ¿En qué momento dejaron simplemente de hablar para gritar, para vociferar, para insultar ¡“caviar”, “terrorista”, “vacancia”!? ¿En qué momento un partido autoproclamado marxista-leninista trocó su ideología por un ministerio, por un mendrugo de poder? ¿Qué quedó del “Ideario y programa” de Vladimir Cerrón? Al parecer, nada. Perú Libre ha trocado su ideología por cuotas de poder desideologizadas, con chantaje público de por medio al presidente, como el propio Cerrón dejó constancia en un tuit del 7 de febrero (que luego borró) exigiendo “curules cautivas” al “partido” en el cuarto gabinete.

Porque, tristemente, la amenaza de vacancia contra Castillo no vino solo de la derecha que no puede procesar su derrota electoral, sino del propio partido que lo lanzó al ruedo. Y Castillo cedió. Y cedió también con la derecha, mandando al limbo (¿o al tacho de basura? Aún no lo podemos saber) los acuerdos con los que se comprometió con la izquierda de Juntos por el Perú en la segunda vuelta, consignados en el “Plan de Gobierno Perú al Bicentenario sin Corrupción” (¿suena a ironía?). Perú Libre ha votado con la ultraderecha para frustrar la colaboración eficaz, para favorecer a las mafias en Transportes, a las universidades-negocio, y más recientemente para contravenir inconstitucionalmente las leyes electorales a favor de los partidos que incumplieron con las normas del JNE. Castillo trocó al ministro de Economía que impulsaba reformas para una distribución más equitativa de la riqueza por un economista liberal ortodoxo. En Agricultura traicionó la promesa de la “segunda reforma agraria” nombrando a un ministro instrumental a los intereses de los grandes agroexportadores —un sector especialmente cercano al fujimorismo y beneficiado ya con treinta años de subsidios— en desmedro de los pequeños y medianos agricultores. Y sepultó cualquier discusión sobre una nueva Constitución.

Se habla de una polarización. Pero ya no estamos en la segunda vuelta. Hoy las ideologías se han diluido y el escenario tiende más a la atomización. Se siente la ausencia de un sentido de dirección colectiva, de cualquier tipo. Es un vacío peligroso y no se restringe a la política: hasta los fiscales se acusan entre sí, y la sociedad misma parece estarse disgregando en microfacciones, cada cual un individuo. Con lo que quiero decir que los lazos sociales están profundamente resquebrajados, como lo prueban los niveles cada vez más altos de violencia, tanto la de la criminalidad común como la de las mafias (el sicariato) y los cada vez más frecuentes ataques de grupos extremistas de ultraderecha a figuras públicas. Atizando el fuego, políticos de extrema derecha hacen llamados a la muerte de sus rivales sin que pase nada. En campaña, el señor López Aliaga arengó: “Muerte a Castillo, muerte a Cerrón”. Hoy, su representante en el Congreso, Jorge Montoya, viene promoviendo una vacancia presidencial que, según él, tendrá “su cuota de sangre”, calcando así, sin atenuantes, la consigna ideológica de Abimael Guzmán sin que nadie le diga terrorista.

Esta no es solo una crisis de gobernabilidad o política. Nicolás Lynch sugiere que vivimos una crisis del “régimen neoliberal” iniciado con el golpe de Fujimori en 1992. Concuerdo, pero creo que hay más. Se trata de una crisis sistémica. Las élites que han gobernado el país desde hace treinta años han perdido su dominio sobre la administración del Estado sin que ninguna de las otras fuerzas haya podido imponer el suyo. El individualismo extremo y el antintelectualismo —ambos consustanciales al neoliberalismo— permean la política, pero contaminan también cada fibra de nuestras relaciones sociales. Tal vez “el modelo” se resiste a morir porque la corrupción, que es el modus operandi de la política, atraviesa también todo el tejido social, aunque no todos sufran por igual sus consecuencias.

El país no puede salir de esta crisis sin un cambio de raíz que nos permita hablar sinceramente de acuerdos colectivos y metas compartidas, es decir, sin hacer política en el buen sentido. No lo van a hacer los políticos que hoy ostentan el poder. Es una tarea de largo plazo en la que todos los que amamos nuestro país debemos comprometernos. Y pronto.

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