José Natanson, director de Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur, planteaba en un artículo de esta revista («La nueva derecha en América Latina», LMD, Nº.185, nov. 2014) que en América Latina estaba apareciendo una nueva derecha. Para él, los resultados de las elecciones en Brasil, el liderazgo de Henrique Capriles en Venezuela y las encuestas en ese momento en Argentina, pintaban un «paisaje electoral más competitivo que el del pasado». Este «nuevo paisaje» tenía dos características básicas: por un lado, las dificultades de los gobiernos progresistas para retener el poder (afirmación que se confirmó en las últimas elecciones de Argentina y Venezuela, y con la actual crisis política en Brasil); y, por otro, la emergencia de «una nueva derecha» que es «democrática, pos-neoliberal e incluso está dispuesta a exhibir una nueva cara social». Para Natanson «el talante democrático», que es toda una «novedad regional», consiste en que estas fuerzas ya no tocan las puertas de los cuarteles como en el pasado. Y si bien no hay que ser demasiado optimista en este punto, ya que en algunos países se han dado golpes de Estado, hoy la derecha ha terminado —dice— por aceptar a la democracia como el «único sistema posible». Parte de este cambio es también la reducción de los núcleos derechistas más conservadores y autoritarios como existían en el pasado. Por otro lado, la postura posneoliberal de esta nueva derecha consistiría en que en sus programas económicos, si bien no ha dejado las políticas promercado, «son escasas las menciones de desregulación, privatización y apertura comercial que constituían el núcleo básico del Consenso de Washington». Por último, sostiene Natanson, hoy la derecha tiene una nueva «cara social», ya que sus líderes «prometen mantener los programas desplegados en la última década e incluso disputan la simbología de la izquierda». Hoy, los que integran esa nueva derecha son más jóvenes y exhiben una «agilidad programática y un sentido de oportunidad» que los diferencia sustancialmente de la antigua derecha más pesada y formal. Y si bien se pueden discutir estas tesis, más aún cuando vemos cómo el nuevo presidente en Argentina, Mauricio Macri, gobierna violando el Estado de Derecho y cómo ha constituido un gobierno que más parece un directorio de empresa llamada Argentina S.A., se puede concluir que así como hay una nueva izquierda en la región, hay también una nueva derecha; y que este «nuevo paisaje» vuelve a expresar la vieja tensión «siempre irresuelta entre la tradición liberal (y su sujeto: la clase media) y la populista (y el suyo: el pueblo)». («La centrifugadora argentina» LMD, Nº.189, mar. 2015). Sin embargo, la pregunta que deberíamos hacernos es si este análisis, que es válido para los países que han tenido gobiernos progresistas en la región, nos ayuda a pensar mejor nuestra realidad. Es decir, si aquí también tenemos una nueva derecha y una nueva izquierda. Pienso que la respuesta es negativa. Hoy la derecha (política) peruana sigue levantando como único programa, más allá de las promesas electorales, siempre incumplidas, la continuidad de las políticas neoliberales del Consenso de Washington que son de por sí excluyentes, ya que aumenta y perpetúa la desigualdad. Presentar rostros jóvenes y de talante liberal es insuficiente. Mientras que la izquierda ha perdido la brújula al carecer de un horizonte colectivo y de un sujeto político encargado de la transformación. Dicho en otras palabras: ni la derecha es liberal ni la izquierda es populista. Eso explica el porqué el Perú no es parte del actual proceso de cambio que vive la región. Y, también, el porqué las próximas elecciones son una suerte de desierto político: ni gusta ni atrae a la mayoría de peruanos. Y es que, a diferencia de otros países, donde existe un cierto grado de institucionalidad y una sociedad altamente politizada (pienso en Argentina), en el país tenemos una muy baja institucionalidad con una sociedad desmovilizada y una opinión pública despolitizada. En este contexto ni las instituciones ni los políticos operan como mediadores entre el poder y la sociedad, ya que no son ellos los que gobiernan sino los que podemos llamar poderes fácticos, que no están sujetos a escrutinio público. En este contexto, los llamados partidos políticos aparecen como simples adornos que esconden el secreto que son otros los que gobiernan. Por eso los «políticos» pueden cambiar de “partido” sin ningún problema, ya que la democracia se ha convertido en un simple juego de máscaras y la representación en un espacio donde se obtienen privilegios y prestigio. Ni la derecha representa a las élites dominantes —ya sea porque ella ha capturado el Estado y tiene sus propios representantes y lobistas— ni la izquierda al «pueblo» porque este no existe como actor y sujeto de la política. Lo que termina por vaciar de contenido tanto a la democracia como al proceso electoral. (*) Parlamentario Andino