La repetición aumentada del rito tránsfuga o el masivo fichaje de independientes en la campaña electoral marcarán el Gobierno y Congreso nuevos. Al legitimarse los procedimientos de “jale”, giro y abjuraciones no explicadas de ideología y programas como una normalidad de la actividad pública, se consolida la antipolítica como la forma oficial de hacer política en el Perú. De paso, también se legitima a un hombre público “nuevo” aunque deberíamos esperar la inscripción de las listas parlamentarias para terminar de sorprendernos de los alcances casi infinitos del pragmatismo de nuestras mujeres y hombres públicos. No hay duda de que la antipolítica ha cambiado a los políticos. No es el único cambio, desde los años noventa vivimos un quehacer público que ha escindido la política, dividiendo la militancia de la tecnocracia. A la realidad hartamente descrita de una democracia sin partidos habría que añadir otra, la de un poder con pocos políticos, una minoría en la vastedad de una tecnocracia cazurra, criolla y fuertemente politiquera. Sería un error pretender que este sea un problema solo nacional. A escala global se procesa la mutación de los poderes nacionales, de la mano de la personalización de la política, debilitando las teorías neoinstitucionalistas que subestiman la función de los líderes y de sus complejas personalidades. Las ciencias sociales le dedican ahora menos tiempo a las sociedades e instituciones y más a los “príncipes democráticos” y a las estrategias para descubrir las claves de su ascenso y controlar su poder (Sergio Fabbrini; 1999). Aunque no todo es realmente nuevo. En la visión de Aristóteles, el político es un hombre que no se pertenece a sí mismo sino a la ciudad. Para Maquiavelo, en cambio, el político se pertenece a sí mismo en la medida que aproveche con fuerza su fortuna y con audacia su virtud, en tanto que para Weber este personaje es sobre todo el centro o epicentro de la movilización de las grandes identidades colectivas, emociones e intereses. Parece que en el Perú hemos vuelto a Maquiavelo aunque en clave extremadamente individualista. La política ha cambiado su sentido social y se ha movido casi todo: el sujeto, el objeto y hasta la tabla de valores de análisis. En nuestro siglo XX, el ciudadano que recibía este título tenía el imperativo de ser un hombre de Estado. A inicios del siglo XXI lo era menos y ahora generalmente es un hombre de estadio. La mayoría de políticos ya no sueñan y hacen; solo hacen obras. Los políticos austeros, con pocos soles en el bolsillo están en retirada. Esa imagen ha sido reemplazada por el candidato o elegido con dinero, suyo o de otros, una transformación que ha hecho de la política un oficio plutocrático. Conozco a varios que en las últimas elecciones no fueron candidatos o no pudieron serlo porque no estaban materialmente preparados para gastar 100 mil dólares en una campaña, o para pedirlos. Esta forma y contenido de los hombres públicos no cambiará en el futuro cercano. La corriente de “políticos” antipolíticos es caudalosa y su variedad es creciente. Una clasificación tentativa implicaría reconocer que fuera de los políticos “de partidos” que pugnan gobernar el Estado y se aferran a las prácticas clásicas, se tiene: 1) a los políticos de cooptación, que son los que se agregan a la política, se fichan para una o dos elecciones; 2) los tecnócratas- hacedores, los que a decir de Alberto Vergara no nos gobiernan sino nos administran; 3) los políticos sociales-demandantes, activos sobre todo en la base del sistema, con conexiones intermitentes –coincidentes o conflictivas– con el Estado; y 4) los políticos intelectuales-reflexivos, los que en el esquema de Antonio Gramsci serían los intelectuales no orgánicos. Seamos conscientes de hacia dónde se dirige el país, con más nitidez que en el pasado. El gobierno y el Congreso podrían no estar a cargo de colectividades integradas sino de decenas de personas que no le deben lealtad a ningún programa y a nada organizado.