Pasión y muerte de M. Abramovic

Yo volví a nacer el día en que vi las fotos de Ana Mendieta desnuda con un pollo decapitado y sangrante entre las piernas. Y soñé con revolcarme en la famosa cama llena de mierda y semen de Tracey Emin. Lo que quiero decir es que en algún momento yo fui fan de las performers y también, claro, de Marina Abramovic. Aunque se le acuse de farsante porque usa botox y sale en videos de Lady Gaga mientras va de artista radical y contemplativa, o quizás precisamente por sus contradicciones, no pude reprimir las ganas de ver el reciente documental sobre su viaje de autoconocimiento por el Brasil. Tenía todos los elementos para seducirme: Marina, sectas, ayahuasca, purgas personales, espiritualidades disidentes. Sobre todo estando en Semana Santa, cuando una que es un ser sin sacramentos anda en busca de algo que no se sabe bien qué es. Pero lo que encontré no fue a la típica artista impostora, sino a alguien mucho más peligroso. Un personaje mesiánico, que se presenta desde el principio como una iluminada más junto a los magos verdes. Todo es encuadre para la artista icónica, hasta sus congojas son carne de Instagram. Lo doloroso es que no solo ni se acerca a un trabajo interior humilde y verdadero de su publicitada crisis personal, sino que turistea por los cultos, por las profundidades del ser, consume las medicinas naturales y las importa, autoproclamándose la doctora del alma de occidente, dadora de sentido. El punto culminante de esta profanación llega cuando Abramovic extrae de una mina brasileña todos esos cuarzos sagrados y se los lleva a una galería de arte para poner en contacto a los urbanistas con la energía de la Tierra. ¿Se puede estar tan extraviada para no saber lo que significa para nuestras culturas ancestrales el expolio mineral bajo la coartada evangelizadora? El símbolo de su viaje trascendental y estético termina por ser la expresión más pueril del usufructo ilegítimo. Una reescritura de la colonización europea en manos de una pishtaca del arte. Vomité.