Hace una semana, en el adiós de la salsa de Rubén Blades, 26 años después de ser pifiado en la Feria del Hogar, Eddie Palmieri, el 'Sol de la música latina', incendió Lima con su potencia concentrada. Justicia: una estatua en el Callao, un estadio rendido, y un pueblo que exige, otra vez, su tambor.,—Yo no dudo de que te voy a excitar, yo lo sé. Eddie Palmieri (79) –terno plomo, gorra de béisbol– sonríe pendenciero, sabido. Mostrando la lengua, como cuando ejecuta sus extensos interludios de piano, magistrales y ‘molestosos’. PUEDES VER: Fallece Nelson Pinedo, el único colombiano que pasó por la Sonora Matancera Alejandro Sanz y Jorge Drexler, dos provocadores de aullidos, contraen los párpados. Rubén Blades –sombrero de ala ancha de medio la'o– escucha serio, con las manos juntas. En la sala, muecas y risas breves. Incredulidad periodística. Palmieri sabe cómo excitar. No es un delirio senil. ¿Cómo se explica, entonces, la inquietud de cincuenta cuerpos, levantados desde las cinco de la mañana, para recibirlo en el aeropuerto? Si verbalizarlo le resulta impreciso, repita la cifra una y otra vez: 26 años. 26 años. ¡26 años! ¿Comprende ahora? En su anterior y única visita, en agosto de 1990, Palmieri, el diez veces ganador del Grammy, fue abucheado durante sus tres shows en la Feria del Hogar. Su creador, el sueco Gosta Lettersen lloró de impotencia. “Le gritaban: toca ‘Devórame’ o ‘Tú me quemas’. Fue una vergüenza”, lamenta el periodista radial Raúl Tirado (48), por esos días practicante de una revista deportiva. La salsa romántica iniciaba la vergonzosa dictadura radial que mantiene hasta la actualidad y, como hoy, Eddie Santiago inoculaba su antídoto y veneno a la FM. Palmieri era un fantasma incómodo para las radios, como hasta ahora. Ni siquiera en estos últimos meses, la emisora patrocinadora del concierto se dignó a pasar un tema suyo. Pero allí están los coleccionistas para valorarlo esta mañana (viernes 21): celulares en una mano, marcadores en el otro, vinilos bajo el brazo. La baranda que da a la puerta de desembarque es una tienda de souvenirs: tazas, polos, libros y banderas. Cada pieza devorada por el rostro del 'Sapo'. Nicky Marrero (66), el legendario timbalero de la Fania, es el primero en salir. Los seguidores le pasan la voz. De inmediato, Marrero le da su celular al muchacho que le carga las maletas, y posa con la trinchera. La puerta se vuelve a abrir. Los cuellos giran. Será una foto de miradas distraídas. Marrero lo sabe y se aparta. Palmieri –chaqueta crema, polo rojo, barba blanca– saluda y, de pronto, el caos. Lo que continúa es una procesión hasta el auto, custodiada tan solo por dos mujeres, madre e hija, sus jefas de prensa. Cincuenta personas, en feroz pugna, por una foto, una firma, un abrazo. O como Christian Zegarra, profesor de Adex, que le besó las manos. O los guantes para ser estrictos. Un hombre de casaca marrón y lentes ahumados se interpone entre Palmieri y el auto, pero es desplazado rápidamente a empujones. El pianista sube y el auto arranca, mientras sus músicos se dirigen al bus a paso ligero. La luz los apunta ahora. Adoración Héctor Lavoe mora en el Callao. En la amargura de sus amores, en sus guerras infames, en el arrepentimiento de sus hijos, en la crueldad de los otros, en la humildad, en la picardía, en el murmullo de sus calles. En sus paredes agrietadas; en el busto frente al Obelisco, en Santa Marina; y desde agosto en una estatua, de cuerpo completo, en la plaza frente a la Iglesia Matriz. Lavoe no pisó el Callao. No oficialmente, por lo menos. Palmieri sí. De eso se han encargado siete chalacos, liderados por el melómano Gerardo García, este mismo viernes. Hace dos meses mandaron esculpir su estatua a tamaño real en fibra de vidrio. La misma que se esconde bajo una tela roja a unos pasos, precisamente, de la réplica de Lavoe. Una centena de chalacos rodea el lugar, mientras los más astutos se colan, haciéndose pasar por prensa. El caos se repite: Palmieri, el timbalero frustrado, de ascendencia italiana y padres boricuas, criado en el Bronx, que cogió un piano a los 14 años por la admiración que sentía por su hermano Charlie, es perseguido con la misma locura que unas quinceañeras sentirían por Justin Bieber. Comienzan los discursos. El alcalde pretende impresionar y tararea 'Vámonos pa'l monte'. "Te hiciste una, Sotomayor", grita un 'chibolo'. El político haciendo gala de sus mañas compromete a Palmieri a tocar el próximo año en el Festival Chim Pum Callao. El salsero duro sonríe y recuerda a Maluma, Nicky Jam y Farruko, los últimos estelares del festival. Y lo que decían de Palmieri cada vez que alguien lo voceaba: no existe, ya fue. Palmieri se para, y camina lentamente hacia la estatua, arrastrando los pies, como si la vida fuera tan sabia que le restó movilidad en su andar para conservarla en sus dedos. Esos dedos inconformes, y revolucionarios que no se vendieron a la industria. La tela cae y se descubre su estampa: boca abierta, y puro en mano. "El orgullo que he recibido (estatua) en el Callao me lo llevo, cuando vaya a buscar a mi señora", dice Palmieri, y todos aplauden por Iraida González, la esposa ausente desde hace dos años, luego de 60 años de matrimonio. Y por Palmieri, el músico que recuperó su condición de ídolo, luego de 26. Pa' huele Huber Díaz (50) sueña con una foto que nunca verá. La noche del 7 de febrero de 1992, un cochebomba explotó frente a la SUNAT, entre Wilson y Paseo Colón. El bus donde se encontraba se convirtió en una lluvia de esquirlas. Dos personas murieron, y él no volvió a ver nunca más. Huber es el hombre de lentes oscuros que no dejaba entrar a Palmieri a su carro, en el aeropuerto. Fue su intento más desesperado. Gabriela, su esposa –una mujer bajita, de metro cincuenta– tenía la consigna de meterse en ese barullo, codos en alto, y obtener el mejor ángulo. Consiguió, a duras penas, el primer plano de Huber, enseñando las muelas, y los ojos de Palmieri. Han perfeccionado el método del reloj: 12, 6, 3, y 9. Si Gabriela le dice a las doce, Huber sabe que hay alguien enfrente. A las 6, detrás. Y así. Lo aplicaron cuando corretearon a Palmieri, pero el enredo mermó la misión. Por eso se alojaron, por una noche, en la habitación 816 del lujoso Swissotel, donde también está hospedada la orquesta completa. Por eso Huber pidió una semana de vacaciones. Por eso viajaron el año pasado a Cali y a Medellín a los festivales de jazz. Huber quiere la foto que no se tomó, cuando esperó a Palmieri en 1990, en un conversatorio previo a sus conciertos. —Es el último mohicano, una leyenda viva. Es sábado (22) por la mañana, y a estas alturas, por lo menos una veintena de fanáticos, muchos de ellos amigos suyos, ostentan una foto con Palmieri en su Facebook. Él también tuvo su oportunidad el viernes, pero la mánager apretó el botón equivocado de la tablet, y su máximo deseo es, por ahora, un video oscuro, de rostros irreconocibles, de un mísero segundo. "Casi lloro. Me partió el alma decírselo", cuenta Gabriela. Son casi las once y media, y en un rato más la "banda que manda" deberá enrumbar al estadio para la prueba de sonido. El lobby del hotel es un campamento de fanáticos. Lo será hasta el domingo. Entonces aparece y, junto a él, un agente de seguridad, que acordona el bar con su humanidad. Palmieri conversa con Herman Olivera, su voz principal desde hace 20 años. Los minutos son eternos. Gabriela le grita a Olivera: una foto, una foto. Olivera los hace pasar, y Palmieri se acerca. Huber se coloca a las 3 del maestro. Gabriela coge su celular y dispara tres veces. El pianista se marcha. La imagen no puede ser más inmortal: abrazados y con la boca abierta, como en pleno solo. Huber pasa sus dedos por la pantalla. Esa misma noche, en el Nacional, en el adiós de la salsa de Rubén Blades, el único apellido coreado fue el de Palmieri. Quedan los videos, la promesa, y la verdad: su orquesta excita, como ninguna.