Es una novela. Es un diario. Es ficción. Es realidad. Fátima me dice que escribe diarios desde que era una niña. Por entonces, el acto de aprender a escribir y escribir el día a día eran uno y el mismo. Así también ocurrió en 2017, cuando recibió una oferta que, para ella, equivalía a ganarse la Tinka: le propusieron pintar un mural en el «Hospital Psiquiátrico Estatal de Lima».
Este apenas sería el inicio de la historia, de la historia de Fátima Foronda, y coincidentemente, también de la historia de María Rosario Hernández, la protagonista del libro Diario delirio (La Strada, 2023).
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—Este hospital siempre llamó mi atención —cuenta la autora—. Pero nunca pensé que iba a culminar en un pabellón de hombres de diferentes edades, con trastornos muy fuertes, y que me iba a quedar dos años ahí.
La realidad como ficción
Es una novela, sí, pero puede leerse como un testimonio, como un cuaderno de apuntes, el registro de alguien que anota lo que ve para convencerse de que pasó en realidad. Sabemos lo que sabe Fátima, perdón, María Rosario, lo que dice, lo que siente, lo que piensa. Sabemos que pasea y se inmiscuye entre los pabellones del hospital y conversa con internos, con el personal de limpieza, con doctores, enfermeras y técnicos. Observa, pregunta, escribe.
Como cabeza de la fundación Pasito a Paso, Fátima Foronda tuvo la misión de llevar el arte a los muros y rincones más inaccesibles, donde es más necesario. En el Hospital Psiquiátrico — que “todos saben cuál es”, dice— la propuesta inicial evolucionó hasta llenar de colores los 850 metros cuadrados del recinto.
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—Me dije: vamos a convertir este lugar en algo más bonito, para la calidad de vida de la gente. Y comienzan a suceder cosas que yo no pensaba.
Comunicadora de oficio, Fátima sintió la necesidad de transmitir lo que presenciaba. Por eso, no le sorprendió verse a sí misma escribiendo una suerte de diario, un relato en que los colores vivos de los murales terapéuticos se contrastan con las no tan buenas condiciones de los internos, con el trato de los técnicos y la higiene del lugar.
En un hospital psiquiátrico de Lima, de cuyo nombre no quiere acordarse, Fátima Foronda vivió dos caras de una misma moneda. La emoción de expresar su arte, de encontrar una misión en la vida.
María Rosario nos narra que los técnicos bañaban a los internos con agua helada para que estén “más despiertos”, y Fátima me cuenta que veía heces humanas en el piso, que los baños no tenían puertas. María Rosario nos dice que un paciente con un trastorno muy delicado ingería sus propios desechos, y Fátima recuerda que un día encontró preservativos usados afuera del pabellón de mujeres. Esto es una novela, sí, una entrevista, una ficción. Es, además, un deseo, el deseo de Fátima, de no sentirse cómplice con su silencio.
Como Jack Nicholson en Alguien voló sobre el nido del cuco, su sola presencia empezó a trastocar la vida ‘normal’ del Pabellón G, hasta que un día llegó el momento del adiós —un adiós implícito, porque Fátima Foronda nunca se pudo despedir.
Un personaje trasciende las páginas de Diario delirio. Se trata de Oswaldo ‘Cobalín’, paciente con epilepsia que estuvo dieciséis años internado en el Hospital y que trabó amistad con la artista —la real y la ficticia. Él es artista también, de carácter disciplinado y dulce, y le gusta pintar a Jesús de Nazareth con uniforme de futbolista o de chef.
A pesar de todo lo que ha vivido, ‘Cobalín’ mantiene la “sonrisa de niño”. ¿Cómo así? No lo sé. Pero Fátima dice que pronto publicará un libro: “El hombre que se reconcilió con la humanidad”. Tal vez ahí esté el secreto.