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Domingo

Marco Avilés: “El reporteo, el viaje a la realidad, es como un privilegio, el privilegio de ser periodista”

El periodista y estudioso del racismo presenta la tercera edición de su libro de crónicas Día de visita. En esta conversación habla de su proceso de investigación y de su historia de inmigrante en Lima.

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Marco Avilés: “El reporteo, el viaje a la realidad, es como un privilegio, el privilegio de ser periodista | Archivo La República | La República

Después de escribir Día de visita, su primer libro de crónicas, Marco Avilés tuvo pesadillas. Se había pasado todo un año escuchando las historias de las reclusas del penal de mujeres. Había encontrado burriers, secuestradoras, madres que habían vendido a sus hijos, mujeres que sufrían la falta de afecto, y todo aquello terminó por robarle la paz. Así que decidió viajar para quitarse esa pena prestada, recorrer la amazonía y hacer ayahuasca. Los viajes pueden tener ese efecto curador. Otros viajes sirven para hacernos entender. Hoy el cronista y académico viaja para saber cuál es el origen del racismo en esta parte del hemisferio. Va a Chile y a Bolivia. Está en Cochabamba y luego parte a El Alto, esta ciudad en la que -dice Marco- ha surgido una burguesía indígena, algo impensado en el Perú. Como reportero o estudioso, su trabajo es observar y comprender. Sus oficios tienen caminos que se entrecruzan.      

¿En qué momento de tu carrera como periodista estabas cuando decidiste investigar y escribir Día de visita, que es esta crónica extensa sobre la vida de las internas del penal de Santa Mónica?

Mira, yo estaba trabajando en Etiqueta Negra y era una época bien interesante porque estábamos en esta ola que se llamó el boom de la crónica latinoamericana. Sacaron varias antologías, sobre todo fuera del Perú, era como un pequeño fenómeno comercial. Varios compañeros míos, colegas en Etiqueta Negra, como Daniel Titinger, Sergio Vilela, Toño Angulo, ya habían publicado libros, estaban en esa ola. Y yo sentía como que algo estaba ocurriendo y que un paso natural para mí era también publicar un libro. Era ese momento en que muchos queríamos ser cronistas con la idea de ser este tipo de periodista que publica libros y que puede vivir de eso, era una ilusión que ahora la veo como recontra ingenua. Y, bueno, en ese momento muchas editoriales estaban interesadas en promover este tipo de periodismo. Hablé en esa época con la editorial Aguilar, que era parte de Alfaguara. Tuve una reunión con los editores de esa época. Allí me dicen: “Oye, ¿por qué no vas a Santa Mónica, a ver qué cosa hay?”  Y en ese momento había un cliché con San Mónica, como un penal lleno de mujeres de todos los países. Había una celebración de la primavera que la tele explotaba todos los años y Santa Mónica tenía esta imagen de isla llena de mujeres hermosas o algo así. Esa fue la idea inicial del libro, con testimonios de burriers, que era el tipo de presa más común que había en ese momento.

El más usual.

Sí, pero cuando entré al penal, gracias a la ayuda de un amigo chamán, que tenía a su esposa adentro, me di cuenta de que había cosas mucho más sutiles que los testimonios de las burriers, como las relaciones de las reclusas con sus esposos, sus hijos, algunas historias de amor entre reclusas. Eso fue lo que hizo clic en mí, vi por dónde podía ir el libro y es, creo, que de lo que trata.

Me has dado la explicación oficial de cómo nace el libro. Sin embargo, Gabriela Wiener, que nunca se guarda nada, tiene otra explicación. Ella dice que este libro surgió porque tenías la intención de entender a las mujeres

(Sonríe) Mira, esto para mí es súper importante, y es una de las razones por las cuales yo quise revisar esta edición con mucho detenimiento, porque, en medio de ese momento, cuando escribí el libro, y el que estamos viviendo ahora, está el Me Too, Ni Una Menos. Es una de las revoluciones que hemos vivido, y en ese en ese momento, siendo yo mucho más joven, tenía esta idea de que me obsesionaba el mundo femenino. Ahora lo puedo decir con mayor claridad. Tenía esta idea de ver a la mujer como un territorio ajeno, extraño, como el otro. Me interesaba saber, conocer el mundo de las mujeres, qué piensan. Era un poco la imagen magnificada de lo que ya vivía en mi casa, porque yo tengo cuatro hermanas mayores. Y yo fui como el chiquito al que siempre botaban del cuarto cuando ellas se juntaban a hablar, a llorar o a conversar.

Querías saber de qué hablan las mujeres cuando no están presentes los hombres.

Sí, y lo que pasaba en el penal era eso, pero no se trataba de hablar de historias de amor…

No había esta cosa chismográfica, sino historias de vida muy trágicas.

Sí, y además muchas de ellas estaban allí por responsabilidad de hombres.

Uno no llega a la puerta del penal y de pronto encuentra que todas las internas están dispuestas a contarte sus vidas, ¿cómo hiciste para romper la desconfianza que ellas tenían?

Para mí, tener una amiga dentro del penal fue muy importante para entender cuál podía ser la línea del libro, pero también porque ella me fue presentando a otras reclusas. Lo que hacía Haydé, que es mi amiga, era explicarles que estaba trabajando en un libro, y les preguntaba si estaban interesadas en conversar conmigo. Había muchas que no querían hablar, por cuestiones legales. Pero muchas otras estaban como muy ávidas de hablar, de contar por qué estaban allí y de contar también otras cosas de las que normalmente no hablaban, por ejemplo, la vida íntima en el penal.  

Hablemos un poco de eso. Tú dices que en el penal de mujeres el sexo se relaciona con precisión maniática, ¿por qué?

Sí, ahora hay que hacer un paréntesis, el penal que yo conocí es el del 2006 y 2007. Personas del INPE me han dicho que ha cambiado mucho. En ese momento, los trámites para que las reclusas pudieran encontrarse con sus parejas eran tan engorrosos que demoraban por lo menos 6 meses. Era un trámite donde tenían que demostrar que esa pareja tenía arraigo en el país. Y esto era terrible para las presas extranjeras porque a veces venían sus parejas a visitarlas por un periodo pequeño de 3 meses. Y el permiso llegaba cuando su pareja ya se había ido.Una explicación que me dio un funcionario en esa época fue como muy reveladora, porque en el penal de hombres de Lurigancho no pasa lo mismo.

Allí el sexo es mucho más libre.

Radicalmente, porque, no solamente entran las parejas de los presos, sino que hay mucha prostitución. Los reclusos podían llevar a sus parejas o a cualquier otra mujer a sus propias celdas. Pero en el penal de mujeres había un control maniático. Y lo que me dijo este funcionario es que les preocupaba mucho que las reclusas quedarán embarazadas.

¿Durante la investigación en el penal hubo alguna interna que te autorizó a pedir permiso para que usaran juntos la habitación conyugal?

Es una buena pregunta (se ríe). Hubo un momento en que, sobre todo al inicio, en que yo tuve que decidir hasta qué punto podía llegar con las conversaciones. Yo pensaba que en algún momento ellas podían sentir que se iban a enamorar. Y también pensaba: “Uy, acá me puedo enamorar yo”. Y eso era porque las conversaciones eran muy abiertas, había mucha vulnerabilidad de parte de ellas y en las conversaciones yo también compartía cosas mías. Hubo un momento en que, por lo menos con una o dos reclusas, sentí que, si yo no ponía algún tipo de barrera, eso podía evolucionar en otra cosa.

¿Qué le pasa a un periodista cuando escucha todo este cúmulo de historias trágicas?

Pues, mira, yo hice trabajo de reportería más o menos un año y en los últimos tres meses me dediqué a escribir, pero cuando yo estaba escribiendo y repasaba las historias que me habían contado, de, por ejemplo, mujeres que habían vendido a sus hijos por 300 soles, empecé como a sentir que el corazón se estaba cargando de tantas cosas que había escuchado y acabé muy agotado. Si en esa época hubiese hecho terapia, eso me habría ayudado. Pero en ese momento era de las personas que decía: “Eso no es para mí”. Así que, siendo ese tipo de joven periodista ignorante, lo que yo hice fue ayahuasca.

Hablemos un poco del oficio. En el prólogo de la nueva edición de Día de visita, dices de los periodistas lo siguiente: “Trabajamos por lo general con el descuido profesional de quien cree tener licencia para equivocarse, pues en la lógica económica de nuestro oficio, lo más importante no es la calidad de una historia ni la ética del trabajo, sino la prisa por contarla antes”. ¿Estamos condenados a ser imprecisos e irreflexivos?

Mira, reflexionando sobre mi propio trabajo, sobre todo en mis primeros años como periodista, yo vivía de esa manera. O sea, no era consciente de esa presión, de la presión por la rapidez, la presión por el cierre, la presión por publicar historias, y no me daba cuenta de cómo ese era un factor gravitante que terminaba afectando muchas veces las vidas de las personas sobre las que yo escribía. Por ejemplo, sobre el tema carcelario, sobre el penal de Santa Mónica, había mucho de eso, sobre todo en la televisión. Se presentaba una imagen como morbosa y ultra sexualizada de las internas y se ocultaban los verdaderos dramas de las mujeres que vivían allí adentro.

Ahora, con todos nuestros errores y omisiones, tú dices que reportear es lo más parecido a la felicidad en la tierra, ¿por qué?

Es como enamorarme de mi propio trabajo, ¿no? O sea, creo que hay por lo menos dos partes bien claras en nuestra chamba. Una es la parte de la investigación, la parte del reporteo, cuando estás con las personas entrevistadas…

Cuando estás recogiendo información…

Exacto, y eso puede convertirse en una aventura dependiendo de lo que haces. Por ejemplo, he conocido muchas comunidades amazónicas, y para mí eso era increíble, poder estar tan lejos de mi propia vida cotidiana, pero el infierno empieza cuando tienes que escribir, cuando tienes que atrapar todo eso y sentarte y contrastar y encontrar la frase. Pero esa primera parte del reporteo, del viaje a la realidad o el safari del que habla (Juan) Villoro, para mí es como un privilegio, el privilegio de ser periodista es eso, poder meterte a la vida de otras personas, aun cuando sean experiencias dolorosas.

Marco, eres hoy un activista en contra del racismo y la discriminación y a la vez un reportero en pausa, ¿ese es un buen resumen?

Esa es una buena definición, sí. Pero no sé si estoy de acuerdo, yo no diría que soy un reportero en pausa. O sea, yo he entrado a la academia, estoy haciendo un doctorado en Estados Unidos, y obviamente eso me ha limitado la escritura. Pero, mira, entré a la academia porque a mí me interesaba entender el racismo y yo empecé a comunicar cosas sobre el racismo. De hecho, mis libros De dónde venimos los cholos y No soy tu cholo tienen esta denuncia sobre el racismo. Pero igual sentía que me costaba mucho explicar por qué ocurren estas cosas. Ese es el momento en que estoy ahora. Estoy tratando de subsanar y remediar las limitaciones que he tenido como periodista para hablar de racismo, estoy tratando de leer más de historia, entender un poco de sociología, pero también he tenido en la academia la oportunidad de viajar a muchos lugares para poder ver cómo la gente está reflexionando en distintos sitios, como Bolivia o Chile, sobre el racismo.

¿Estuviste en el país cuando se hizo el censo de 2017?

No, ya estaba en Estados Unidos.

Si hubieras estado, qué hubieras respondido a la pregunta de autoidentificación étnica, ¿te sientes quechua, aymara, nativo amazónico, afroperuano, blanco o mestizo?

Sí, yo no estuve, pero sí estuve muy atento al debate sobre la autoidentificación y yo en un momento publiqué con cierta inocencia: “Ah, yo pondría que soy mestizo”. Después dije no, yo pondría que soy cholo, pero el censo no tenía la opción para poner cholo. Pero, mira, con el tiempo y con la reflexión y con todas las cosas que he aprendido, si hubiera otra vez la oportunidad de responder esa pregunta, lo que pondría sería quechua. O sea, hay una cuestión étnica de ancestros, pero también hay una cuestión de voluntad y de identificación. Con qué parte del Perú me identifico yo a estas alturas y con qué parte me quiero identificar, por qué parte del Perú quiero luchar, por qué parte quiero estar, por la parte de mis abuelas, por esa parte quechua y que, dentro de mi propia familia, hasta cierto punto, estuvo como apagada e invisibilizada por la idea de que nosotros ya somos mestizos.

¿Cuándo fue la primera vez que tú dijiste que eras abanquino sin avergonzarte, sin temor a que te juzgaran?

De manera pública, yo creo que no ha sido hace mucho, hace como 10 años. Es loco, porque siendo un detalle tan corriente, el lugar donde hemos nacido, en el Perú en el que yo fui joven era toda una batalla decirlo. O sea, en la ciudad de Lima, para muchas personas, decir dónde habías nacido revelaba que eras serrano, que eras cholo, que eras indio. Pero, mira, yo creo que hemos ido avanzando un poco con eso.

¿Creciste con ese temor, pensabas que era mejor no decir tu procedencia?

Mira, el problema siempre fue fuera de mi familia, fuera de mi barrio. Creo que empecé a notarlo cuando fui a secundaria, porque la primaria yo la estudié en Zárate, yo vivía en San Juan de Lurigancho. En mi barrio todo el mundo venía de todas partes del Perú. Hacíamos yunza todos los años, escuchábamos huayno, allí no había problema. Pero en el colegio de secundaria, Santo Tomás de Aquino, ahí sentía que había demasiado bullying hacia la gente por cualquier cosa que se saliera de cierto parámetro. Había bullying contra las personas homosexuales, era brutal, horrible. También había bullying contra las personas afroperuanas. Y en ese ambiente de hostilidad, mucha gente, no solamente yo, administraba mucho la información, compartir demasiado podía dar vía a que fueras víctima de bullying.

A que te volvieras vulnerable…

Yo prefería no decir de dónde era. Prefería no hablar de mis abuelas. No decir por ejemplo que mi papá, mis tíos, gran parte de mi familia hablaba quechua. Yo mantenía como una pared. Prefería que esa parte de mi vida no saliera.

¿Tu historia de inmigrante en Lima, lejos de Abancay, empieza con la muerte de tu mamá?

Mi mamá murió justo en el camino de Abancay a Huancarama, que era el distrito de mi papá. Nosotros vivíamos en Abancay, pero íbamos mucho a Huancarama. En uno de esos viajes pasó el accidente, y después de eso mi papá quedó muy mal, estuvo muy enfermo. Eso lo cuento en una parte de mi libro De dónde venimos los cholos. Él quedó muy mal y tuvo que venir a Lima para recuperarse, estuvo mucho tiempo hospitalizado, por ese motivo todos sus hijos lo acompañamos. Pero no fue una migración. Fue de un momento a otro y, hablando con mis hermanas mayores, el cambio fue brutal para ellas, no hubo ningún tipo de preparación.

Coincidentemente, era el momento del inicio de la guerra contra Sendero…

Claro, era el año 81, eran los inicios. Pero, además, era llegar a San Juan de Lurigancho, que es diferente de llegar a Pueblo Libre o Jesús María. San Juan de Lurigancho tenía esta fama de ser un lugar como peligroso, bárbaro, lleno de invasores. Y es loco porque en algún momento yo también internalicé la vergüenza injustificada de haber vivido en San Juan de Lurigancho.

En términos generales, ¿dirías que tu relación con Lima ha sido hostil?

Fue hostil en ciertos momentos. Recordando mi infancia y mi niñez en Mangomarca, puedo decir que era recontra feliz. Era una zona pobre, con muchos problemas, pero yo era feliz jugando fútbol en la calle, subiendo a los cerros, haciendo un montón de cosas con mis amigos. Es una felicidad de la que yo no fui consciente hasta ya muy viejo.

¿Te mudaste a Maine durante el gobierno de Donald Trump o fue antes?

Fue en el 2014, más o menos, con Obama.

Y cuando fue elegido Trump, que despertó pasiones supremacistas entre los blancos más pobres, ¿hubo algún un momento en que te hicieran sentir un inmigrante indeseado?

Sí, varios momentos, y gracias por esa pregunta, porque mucha gente me dice: “Tú de qué hablas, si estás ahí, en el primer mundo, tranquilo”. Pero, vamos, te respondo. Cuando yo llegué a los Estados Unidos no podía hacer periodismo porque no escribía bien en inglés, no tenía muchas oportunidades. Y en esa primera época, yo trabajaba en un restaurante, y fue justo allí cuando Trump llegó al poder. Y, hablando en el restaurante con mis compañeros, había uno de ellos que decía que, si Trump era elegido, él se iba a Canadá.

Vaya, lo que está pasando ahora.

Sí, pero en esa época lo decía en broma. Era el 2015, cuando Trump todavía era candidato, y la idea de verlo en el poder era como muy excéntrica. “No, ni cagando, eso no va a pasar”, decíamos. Pero al final ocurrió. Y cuando él llega, yo creo que el país empieza a transformarse de una manera gradual, como creo que el Perú se está transformando hoy, de manera gradual. Entonces, hay una violencia en Estados Unidos que se empieza a institucionalizar y exteriorizar de una manera que no se veía antes. O sea, en la vida cotidiana de un latino, como persona marrón, hispana, se instala la idea de que, si de pronto estás en la ferretería, o en el supermercado, alguien puede sacar un arma y matarte.

¿Pero esa matanza no necesariamente sería por un componente racial o sí?

A ver, pueden matar blancos. De hecho, matan blancos en las escuelas. Pero hay un tipo de matanza que está como dirigida a gente negra y a gente latina, porque muchas personas, no solamente trumpistas, sino esta gente que cree en teorías de la conspiración, como los ultraderechistas, piensan que los latinos están llegando a Estados Unidos para aumentar los votos demócratas. Entonces, hay un objetivo específico, político. Hay estas matanzas dirigidas a latinos, y se han dado varias, en Texas, en California. Pero ese es el nivel máximo. Mira, yo trabajaba como intérprete en los hospitales, llevaba a latinos que estaba trabajando en las granjas, muchas veces indocumentados, a que los atendieran. Y no los querían atender. Los funcionarios del hospital, pero también los mismos pacientes, los miraban mal, a veces hasta los insultaban. Fue una cosa que empezó poco a poco, luego aumentó y hoy es parte de la vida cotidiana.

¿Y a ti también te han insultado?

Sí, varias veces, jugando fútbol. Había gente que no me insultaba necesariamente, pero que me trataba como idiota, como si no entendiera el inglés, como si no entendiera las reglas del fútbol.

¿Los gringos se daban la licencia de enseñarte de fútbol?
(Se ríe) Sí, gringos con dos piernas izquierdas me decían: “Oe, no entiendes”. También en la calle me han dicho: “Ándate a tu país”. La paranoia es brutal después de las matanzas específicas contra latinos o contra gente marrón.