El colapso del fujimorismo, y las lecciones que nos dejó sobre nuevas formas de autoritarismo en el mundo contemporáneo, llevó a que apenas un año después de nuestra transición se adoptara la Carta Democrática Interamericana. El instrumento, simbólicamente adoptado en Lima, permite sancionar en última instancia con la suspensión de la Organización de Estados Americanos a países que pierdan su carácter democrático. Las características señaladas en la carta son lo bastante precisas como para discriminar, en teoría, entre democracias y autoritarismos: “Son elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos”.Si bien se trata de aspiraciones, estas características permiten una evaluación sobre ciertos mínimos a ser garantizados por cualquier democracia. Es decir, igualdad política, garantía de libertades básicas que permitan una competencia justa por el poder y el reconocimiento de que en las sociedades hay un pluralismo irreductible que merece ser representado institucionalmente. Además, una separación de poderes que garantice estos derechos. Para muchos, entre los que me incluyo, es evidente que Venezuela hace tiempo dejó se ser una democracia. El chavismo ha destruido la separación de poderes y ha atacado a quienes no compartan su ideario. Todo gobierno intenta avanzar sus agendas tratando de ganar apoyo social, pero en este caso se ha usado al Estado para criminalizar y asfixiar a la oposición. Los problemas de democracias insuficientes como las de la región, incluido el Perú, no pueden equipararse con lo que vemos desde hace años en Venezuela. Pero es claro que tan o más importante que estas definiciones es cómo se activan estos dispositivos de protección democrática. Decenas de satrapías han firmado tratados de las Naciones Unidas prometiendo no hacer lo que hacen cotidianamente, pues saben que los instrumentos tienen pocos mecanismos de sanción. En el caso de la carta tras una declaración de que hay un problema constitucional por mayoría, el número mágico para que agotadas las gestiones diplomáticas se logre la suspensión del Estado miembro es de dos tercios de los miembros de la OEA.Entonces, aunque sean evidentes las violaciones, es difícil activar la carta en éste y otros casos. La decisión hoy está en manos de muchos gobiernos cercanos a Caracas o que temen que la misma interpretación se les aplique algún día. La carta sirvió para criticar el golpe en Venezuela en el año 2002 e iniciar acciones diplomáticas, aunque la restitución del gobierno constitucional detuvo el proceso. En Paraguay se fracasó en su aplicación tras el golpe congresal a Lugo por una oposición masiva de gobiernos de derecha. Y si bien en Honduras se aplicó la suspensión, la forma en que fue levantada sin revertir los abusos cometidos dejó la sensación de que sirvió de poco. Dicho sea de paso, en estos dos últimos casos Venezuela promovió la suspensión. Todas estas limitaciones las conocen quienes diseñan y promueven estos instrumentos. Desde un primer momento se sabía que estas consideraciones políticas entrarían en juego y alcanzar el número de votos era casi imposible, pero aun así sus promotores evaluaron que era mejor tener la carta que no tenerla. Además de la presión diplomática que representa, también serviría en momentos de crisis para que el apoyo internacional reduzca la posibilidad de violencia. Sin embargo, hoy se ha llegado a un punto de quiebre. El caso ya es brutalmente claro con el cierre del Congreso. La matonería de Maduro y su Corte Suprema a la medida han anulado la representación de la mayoría de venezolanos. Este caso definirá si la carta es efectiva o si no vale más que el papel en el que está escrita. Una suspensión puede sonar a poco ante un régimen descontrolado, pero simbólicamente es un gesto poderoso que deslegitima a los matones.