De acuerdo a las encuestas recientes, la suma de quienes votarían en blanco o viciado no sería mayoría: Ipsos 14% y GfK 13,6%. Sin embargo, ese “bolsón” de blancos y viciados es trascendente para el resultado final dado el empate técnico entre las dos candidaturas presidenciales para la segunda vuelta. Habría que agregar a los indecisos que –como en la primera vuelta– son una porción más amplia –y decisiva– en el sur del país. Hay dos formas de interpretar el efecto de los votos en blanco o deliberadamente viciados. Una es técnico-jurídica y la otra política. Aunque en uno y otro caso esta discusión tiene importancia sólo relativa, pues la mayoría de gente no vota ni votará en blanco o viciado en el actual proceso electoral. El efecto jurídico de los votos en blanco o viciados (nulos) está claro en la ley electoral (Art. 365): se anula la elección sólo si los votos nulos o en blanco, sumados o separadamente, superan los dos tercios (66.6%) del total de votos válidos. Para el próximo 5 de junio están habilitados para votar aproximadamente 23 millones de electores. En la hipótesis de que un 70% (16 millones de electores) emitiera votos válidos, se necesitarían más de 10 millones de votos blancos y viciados para anular la elección. Eso no ocurrirá. Queda descartada, pues, la anulación de las elecciones como escenario. Si la interpretación jurídica lleva a que los votos en blanco o nulos tengan cero efecto, en el plano político la cosa es muy distinta: los votos blancos o nulos –y quienes se abstengan de ir a votar– tendrán un efecto decisivo en el resultado final. Por ello, quienes promuevan activamente el voto en blanco o viciado no solamente no son ajenos al resultado final, sino que son directamente contributivos al mismo. Así, cuando figuras del Frente Amplio, del APRA o de AP discurren con ambigüedades en este terreno no se están colocando “al margen” del resultado final sino que son contributivos a él. Y lo serían no en una dirección “neutral” sino, muy claramente, en la de facilitar el triunfo en la segunda vuelta de la candidata Fujimori. Esto porque, por ejemplo, muchos de los que se inclinaron por el FA hoy pueblan la alta porción de indecisos en el sur del país. Grave, pues, la responsabilidad que cargan en estos días quienes navegan con esos discursos ambiguos o confusos. Señalando, por ejemplo, que no hay que votar por ninguno de los dos aunque “peor sería que ganase el fujimorismo”. De dos cosas una, como ocurre en cualquier contienda: si entre las dos opciones hay una que resulta particularmente inaceptable porque “pondría en riesgo a la democracia”, no hay espacio para la gimnasia verbal ni para votos en blanco o viciados. Nada de esto –dejar de lado la falsa “neutralidad”– significa arriar banderas o abdicar de principios sino velar porque haya espacio democrático para poder luchar, precisamente, por esos principios. La sociedad no puede darse el lujo de “experimentar” poniendo en riesgo los espacios democráticos para comprobar si el declarado compromiso democrático de KF es cierto o no. Habrá que ver. Pero demasiada agua corrió hasta el 2000 y ya dan vueltas muchos rostros y personajes oscuros que no fueron ajenos a lo que ocurrió en ese período trágico. ¿Quiere decir esto, acaso, que los dirigentes del FA o del APRA pueden “endosar” el voto de quienes votaron por ellos el 10 de abril? Obviamente no. El voto aluvional a favor del FA se nutrió mucho del voto indeciso de los días y semanas previos y no de votos “propios”; ya no existe, además, la capacidad aprista de antaño de endosar sus votos. Pero el discurso ambiguo es un terreno fangoso. Tanta indefinición –o el impulso tácito hacia el voto en blanco– puede ser determinante en conducir a la sociedad a un destino que se dice no desear.