He revisado las listas de candidatos al Congreso en las regiones y mi primera conclusión es que expresan el fin del protagonismo de las élites políticas regionales que emergieron el 2001, reemplazadas ahora por actores políticos informales, sin conexión y con amplio recorrido, la mayoría de ellos con varias candidaturas a cuestas en distintos partidos nacionales o movimientos regionales, una suerte de trágica renovación sin renovación. ¿Buscamos dinosaurios políticos? Están en las regiones y son una especie vigorosa y ágil pero que no deja de ser pasadista. Este fenómeno es más acusado en los partidos emergentes cuyos discursos generales recusan la vieja política pero que fuera de Lima pactaron precisamente con los portadores de estos atributos. No es la primera incongruencia en un sistema tan resistente al cambio donde lo viejo es lo viejo y lo nuevo no es ni nuevo ni necesariamente bueno. Los grupos que representan ideologías y programas convencionales como AP, APRA, Frente Amplio, PPC e incluso el fujimorismo han realizado una relativa renovación de los liderazgos regionales, en algunos lugares con más intensidad que en otros, dejando algunos territorios jurásicos intangibles. En cambio, los emergentes no se han planteado siquiera ese desafío, de modo que donde hubo suerte, en muy pocas regiones, las listas parlamentarias tienen un toque de transparencia y novedad. En el resto, sobre todo en el centro y sur del país, el reclutamiento de representantes ha sido desastrosamente ciego. La idea básica de la democracia es que la renovación de los liderazgos se realice a través de la sustitución de personas, equipos e ideas, un proceso que, ordenado o no, implica la transmisión de la representación y de las tradiciones que encarna. El hundimiento de las élites regionales no ha dejado nada a salvo. Los aspirantes a la representación a través de los partidos emergentes están en las antípodas del discurso de sus líderes. No han sido elegidos sino escogidos desde Lima, tienen campañas pero no bases y militantes, y componen un escenario marcado por la falta de conexión interna, la inestabilidad y una competencia política ilimitada basada en la denuncia y la destrucción del oponente a través de largas guerras personales y personalistas. El reciclaje no es necesariamente renovación, porque habría que considerar que esta representación pobre y fraccionada carece ahora mismo de un proyecto de desarrollo, que su capacidad de influencia es baja y lo es aún más su relación con los movimientos sociales que se han quedado en la mayoría de regiones fuera de las listas congresales. En el Cusco, por ejemplo, ningún partido emergente ha sabido hacer de la renegociación del contrato del gas un eje de campaña, un asunto crucial especialmente para el sur y que sin embargo fue repuesto en la agenda por dos candidatos presidenciales de la política convencional. Contra lo aconsejable, los nuevos/viejos actores han negociado con los partidos emergentes en condiciones de absoluta desigualdad diluyendo su identidad regional, lo poco que podían conservar. Su legitimidad de origen será más pobre que la que exhibían los parlamentarios elegidos en los últimos tres períodos. Estos nuevos políticos ni siquiera son anticentralistas. En la única región donde los poderes regionales se han impuesto sobre Lima es Madre de Dios, hegemonizada por la minería y tala ilegales. De todo esto no deberíamos alegrarnos. El primer efecto ya es el silenciamiento de la descentralización en la campaña electoral y la pérdida en ella de la voz de las regiones. Por otro lado, la figura de la democracia sin partidos reflejada en las regiones es potencialmente más riesgosa en estos territorios donde un temprano déficit de legitimidad empoderará rápidamente a los movimientos sociales. Es curioso cómo el pragmatismo de los grupos emergentes que proclaman lo nuevo ha sentado las bases de un ciclo político que los arrasará sin consideración.