Dina Boluarte gusta de celebrar el aniversario de su aterrizaje en la presidencia. Tenemos un decreto supremo que declara que el 7 de diciembre se conmemora el “Día de la Institucionalidad, del Estado de Derecho y la Defensa de la Democracia” y que la bandera nacional debe izarse en actos públicos a nivel nacional. La norma, del 2023, fue uno de los alardes de Alberto Otárola para crear una narrativa de autocomplacencia y justificación de una presidencia legal, pero desprestigiada. Ello, después de cegar la vida, con proyectil de arma de fuego de las fuerzas armadas y policiales, a 50 peruanos que tuvieron la insolencia de pedir algo tan democrático como unas elecciones dado el fracaso del proyecto político de Pedro Castillo y Vladimir Cerrón. Hoy, uno preso, el otro prófugo.
Pese a los dos años transcurridos, todavía es difícil explicar la torpeza política de Castillo. Solo un ignorante mayúsculo podría creer que, por leer una proclama en la que te autodeclaras dictador, vas a tener apoyo político. ¿Lo engañaron? ¿Se engañó a sí mismo? ¿Betsy Chávez y Aníbal Torres le contaron un cuentazo? ¿Ellos creyeron que tenían alguna posibilidad de establecer una dictadura sin apoyo militar? Todo es tan disparatado que, aún hoy, estamos lejos de una explicación racional. Lo que es cierto es que el golpismo de Castillo le terminó haciendo un inesperado servicio al país. Nos libramos de un pésimo gobernante. Pero, lamentablemente, no por muchas horas.
Las limitaciones profesionales, políticas e intelectuales de Castillo se hicieron evidentes muy rápido. De Boluarte, habiendo sido ministra y abogada, se esperaba algo más. Grave error. En sucesivos actos, que son de su entera responsabilidad en la mayoría de los casos, ha acumulado ocho causas penales que tienen como denominador común su desprecio por la vida y su banalidad. Esto ha terminado con una aprobación de un dígito, rompiendo el récord mundial de impopularidad.
Sin embargo, no es la conducta delictiva de un golpista ni los actos de corrupción de su sucesora lo peor que ha pasado en el Perú en los últimos dos años. Tampoco la absoluta incompetencia de ambos para gestionar, siquiera con medianía, servicios esenciales como el de la seguridad pública. Lo más grave que ha sucedido en los últimos dos años es el desprestigio y la pérdida de poder de la figura presidencial. El desprestigio se lo ganaron a pulso, pero su disminución constitucional es obra de un Congreso, de mayoría fujimorista, que no ha hecho otra cosa que no sea destruir la presidencia de la república (esa que les es esquiva) desde el año 2016.
Alberto Fujimori hizo una constitución a su medida. Su propósito era reelegirse y disminuir el poder del Congreso al hacerlo unicameral, con mayoría suya, después de una exitosa campaña de desprestigio de los “políticos tradicionales” (al estilo Milei). Campaña a la que los partidos políticos, con su irresponsabilidad económica, contribuyeron en mucho, tratando desde el Congreso de traerse abajo todas las reformas económicas que han sido la causa de la prosperidad del Perú en el siglo XXI. La Constitución de 1993 es una constitución presidencialista, que facilita la disolución del Congreso, como no lo había hecho ninguna otra, justamente para evitar los golpes de Estado que asolaron desde su inicio a nuestra débil república.
En los últimos dos años, sin siquiera tomarse la molestia de reformar la Constitución, el Congreso ha abolido, de facto y con la bendición del Tribunal Constitucional, la posibilidad de disolución del Congreso. Simultáneamente, ha logrado que el mismo tribunal cree una inexistente revocatoria de mandato presidencial con solo tener 2/3 del Congreso, hoy 87 de 130 votos. Es decir, al presidente lo botan cuando les da la gana y ellos jamás pueden ser disueltos.
Con un presidente cautivo, el Congreso se impone sin más balance que el que pueda hacer el sistema de justicia. Por eso, sobre ellos también se han lanzado. Desde modificaciones a normas penales hasta acciones ante el Tribunal Constitucional para impedir el control difuso de los actos inconstitucionales del Congreso, pasando por la persecución política a miembros de la JNJ (tratando de liquidarla), así como a jueces y fiscales supremos.
En este contexto, a nadie debe extrañar que, si el dinero trae poder, la disparada del presupuesto del Congreso sea parte del reparto. Se suponía que cuando el Congreso sea bicameral (2026) su presupuesto tenía como tope el 0,6% del presupuesto general del Perú, lo cual ya es una barbaridad. Sin embargo, para el ejercicio 2025 están casi llegando a ese tope. Sin las dos cámaras. En el año 2021, el Congreso tenía ya un presupuesto desproporcionado de 649 millones de soles. ¿Saben cuánto es el de el 2025? 1375 millones de soles. Nadie en el sector público ha tenido un incremento siquiera parecido. Eso es clientela, mercantilismo y derroche descarado frente al silencio del MEF. ¿Qué puede hacer el Ejecutivo si la presidencia no vale políticamente nada?
El fracaso del proyecto presidencial de Castillo (que incluye en su plancha electoral a Boluarte) y el doble fracaso del proyecto electoral de Fujimori (con Kuczynski y con Castillo) han tenido consecuencias catastróficas para la democracia. De un lado golpismo, del otro lado fraudismo. Venganzas cruzadas que han destruido instituciones para implantar desde el Congreso un régimen mercantilista, autoritario y conservador que es rechazado por el 90% de la población que lo repudia.
Y lo peor, está por venir. El diseño de 40 partidos, con las PASO eliminadas por la codicia de este Congreso, nos lleva a la posibilidad de que nadie pase la valla del 5%. Pero, si llegamos a conocer victorias, estas serán pírricas. Es irrelevante quién sea presidente y casi irrelevante quién sea diputado. Todo el equilibrio de poderes está tan mal hecho que lo único que realmente importa son los 60 senadores que van a controlarlo todo. Con ese legado, ¿hay algo que celebrar el “Día de la Institucionalidad, del Estado de Derecho y la Defensa de la Democracia”?
Dina Boluarte es responsable de la masacre de 50 personas. Este Congreso es responsable de la masacre de la Constitución.
Nació en Lima el 29 de Agosto de 1963. Obtuvo su título de Abogada en laPUCP. Es Master en Jurisprudencia Comparada por laUniversidad de Texasen Austin. También ha seguido cursos en la Facultad de Humanidades, Lengua y Literatura de laPUCP. Einsenhower Fellowship y Premio Jerusalem en el 2001. Trabajó como abogada de 1990 a 1999 realizando su especialización en políticas públicas y reforma del Estado siendo consultora delBIDy delGrupo Apoyoentre otros encargos. Desde 1999 se dedica al periodismo. Ha trabajado enradio, canales de cable, ytelevisiónde señal abierta en diversos programas de corte político. Ha sido columnista semanal en varios diarios.