Aunque la Constitución peruana y diversos tratados de derechos humanos suscritos por el Perú reconocen el derecho a la protesta, en nuestro país, lejos de tener garantías para su ejercicio, protestar se ha convertido en un crimen.
El Gobierno de Boluarte, que tiene como sello de origen la muerte de 49 compatriotas a causa del uso de armas de fuego por parte de las fuerzas del orden, puso en práctica algunas de las medidas de criminalización más clásicas. Decomisos irregulares a dirigentes sociales; procesamiento a organizadores y líderes de la protesta por administrar recursos para el pago de gastos logísticos básicos; allanamiento de locales sindicales sin presencia de fiscales; detenciones irregulares y un largo etcétera.
Estas medidas no han logrado silenciar las voces de protesta, pero sí dañan a las organizaciones sociales y a sus líderes. Hoy en diversas ciudades, incluida la capital, se realizan acciones de lucha convocadas por los familiares de las víctimas del régimen de Boluarte que, pese al acoso sufrido, mantienen su pelea contra la impunidad y en busca de justicia.
Pero la criminalización no es algo nuevo, es una mala vieja práctica de nuestros gobernantes y ayer hemos tenido una muestra más de lo peligrosa que puede ser. En Cotabambas, 11 dirigentes comunales han sido condenados, acusados de daños agravados, disturbios y entorpecimiento del funcionamiento de servicios públicos. Entre ellos está Virginia Pinares Ochoa, defensora ambiental y Premio Nacional de Derechos Humanos, que fue presidenta del Comité de lucha interprovincial de Cotabambas-Grau.
Junto a Virginia hay un grupo de reconocidos dirigentes, expresidentes comunales, autoridades municipales, directivos de frentes de defensa o técnicos que acompañaron las acciones de protesta.
Se ha sentenciado a estos 11 defensores ambientales por la protesta que se desató en el 2015, desde mi punto de vista, las más simbólicas porque marcan un quiebre en el ambiente social que rodea al proyecto.
Este proyecto, anunciado como un componente central para el desarrollo regional, tuvo un cambio abrupto en su ejecución. Al ser vendido, los nuevos dueños decidieron modificarlo y esto alteró drásticamente su impacto en el entorno. Los primeros cambios se hicieron siguiendo un procedimiento bastante cuestionado por expertos ambientales, los llamados Informes Técnicos Sustentatorios (ITS) que en teoría se usan para modificaciones menores, por tanto, su aprobación requiere menos tiempo y no incluye una fase de publicidad y consulta ciudadana. Así se aprobó por ejemplo el cambio de lugar de la planta de procesamiento que en la propuesta original estarían en el Cusco y que pasaba ahora a estar en Apurímac. Este cambio no es menor para quienes viven en la zona y sí generó malestar al ser simplemente comunicado. La población fue tomada por sorpresa.
Otro cambio trascendental y que tampoco fue debatido en talleres informativos fue la modificación del sistema de transporte del material extraído. Se pasó de la promesa de un mineroducto a la aparición repentina de cientos de camiones que atravesaban una vía que ahora recibía la denominación de “carretera”. El polvo levantado, así como la presencia permanente de camiones, genera un impacto directo en el entorno. Esta información se conoció en la segunda Modificación del Estudio de Impacto Ambiental (MEIA), pero en su fase final, más técnica, no estuvo presente en el resumen debatido con la población en la fase pública. Nuevamente, la población fue tomada por sorpresa.
La reacción era esperable. La ausencia de canales eficientes y transparentes de comunicación genera protestas sociales, muchas veces altamente disruptivas.
Como señalan representantes de CooperAcción, varias de las y los dirigentes hoy sentenciados han sido centrales en el establecimiento de mesas de diálogo y han promovido canales institucionales para procesar el conflicto. Son personas con liderazgo social reconocido y que han puesto su legitimidad al servicio de salidas institucionales, con firmeza en sus posiciones, por supuesto, pero no usando mecanismos violentos.
La CIDH, en su Relatoría Especial para la Libertad de Expresión (2019), ha señalado que “la criminalización de la protesta social consiste en el uso del poder punitivo del Estado para disuadir, castigar o impedir el ejercicio del derecho a la protesta y en algunos casos, de la participación social y política en forma más amplia, mediante el uso arbitrario, desproporcional o reiterado de la justicia penal o contravencional en contra de manifestantes, activistas, referentes sociales o políticos por su participación en una protesta social, o el señalamiento de haberla organizado, o por el hecho de formar parte del colectivo o entidad organizadora o convocante”.
El doctor Velasco, abogado de FEDEPAZ que lleva la defensa de las y los dirigentes sociales, ha mostrado con solvencia que la sentencia es arbitraria, dado que no existe ninguna prueba que pueda mostrar que los defensores ambientales acusados fueron responsables directos de los hechos. Se les acusa de “autores mediatos”, lo que supone que tienen responsabilidad directa y personal sobre las personas que habrían ejecutado los actos violentos. Nada prueba algo siquiera cercano a esto.
Se busca forzar una figura que no aplica en este caso porque no han podido ni probar que las y los dirigentes estuvieron en la zona en el momento de la protesta. Por ejemplo, Alen Torre se encontraba en un retiro fuera de la región con sus hijos, o la propia Virginia Pinares, que se encontraba en su casa en Haquira, no en Challhuahuacho.
La arbitrariedad es palpable. Lo que se busca no es impartir justicia, sino aleccionar a las y los dirigentes. Sembrar el miedo y desarticular el movimiento social.
Socióloga, con un máster en Gestión Pública, investigadora asociada de desco, activista feminista, ecologista y mamá.