Sin licencia y sin consenso, por Marisa Glave

“La inversión privada es importante en el país, pero no puede imponerse de cualquier forma”.

La empresa Southern Perú anunció que desde el 1 de julio se reiniciarían las actividades del proyecto minero Tía María. Pero en realidad, el mes empezó con cientos de personas protestando en Islay (Arequipa) contra este anuncio, volviendo a poner en evidencia que no son “solo” 30 los opositores al proyecto, como dijeron con mucha soberbia los voceros oficiales de la empresa. Los manifestantes contaron con el respaldo de los alcaldes de Cocachacra, Punta de Bombón, Dean Valdivia, Mejía e Islay, quienes suscribieron un pronunciamiento conjunto mostrando su rechazo al proyecto y a la manera en que la empresa decidió hacer el anuncio.

Esta reacción era esperable, cualquiera que conociera un poco la historia del proyecto y su devenir podía preverlo. Lo que sorprende en realidad es la supuesta confianza de la empresa, del ministro Mucho y de varios medios de comunicación en el reinicio del proyecto.

15 años de protestas no se borran

Desde el 2009 la provincia de Islay y en particular el distrito de Cocachacra son escenario de un conflicto social que ha atravesado por momentos de activación y latencia, pero que aún persiste. Los reportes de la Defensoría del Pueblo dan cuenta de este conflicto desde agosto de ese año, en que la empresa minera Southern Perú presentó el proyecto de explotación minera Tía María en el valle del Tambo.

El 2010, cuando incrementaba la intensidad de las protestas, el Estado peruano anunció que la Oficina de las Naciones Unidas de Servicios para Proyectos (UNOPS) se encargaría de revisar el Estudio de Impacto Ambiental (EIA) del proyecto para dar garantías a la población de una evaluación neutral, pues en ese tiempo era el propio Ministerio de Energía y Minas (MEM) el que se encargaba de estas evaluaciones y a la vista de la ciudadanía cumplía un rol de juez y parte, preocupado más en promover la inversión minera que en cuidar el ambiente en las zonas de extracción. Esta evaluación arrojó 138 observaciones.

El 2011 las protestas se intensificaron y la represión causó la muerte de 4 manifestantes, todos ellos muertos por impacto de bala. El EIA quedaba evidentemente descartado. El proyecto no era viable ni técnica ni socialmente.

El Estado peruano solicitó a la empresa minera la elaboración de un nuevo EIA que subsane estas observaciones. Este nuevo estudio define una nueva fuente de agua, incorporando una planta desalinizadora. Este EIA es aprobado el 2014, por el MEM otra vez. Sin embargo, esta nueva propuesta no ha generado tranquilidad en la población que, más allá de la desalinización del agua, sigue temiendo por los impactos del proyecto en la cuenca. El MEM no es una entidad que genere confianza alguna en la población, su rol promotor del proyecto los coloca claramente a un lado de este conflicto, que no es precisamente el de las y los agricultores. El 2015 vuelve a escalar el conflicto con mucha intensidad, con un saldo de cuatro personas muertas, tres manifestantes por impacto de bala y un policía por golpes en el cuerpo.
Como suele ocurrir en el país, ante la contundencia de la oposición y el escalamiento del conflicto, que un alto costo por el número de personas fallecidas, el proyecto quedó suspendido. El conflicto no se desactivó, solo volvió a un estado de latencia.

El 2019, sin mediar diálogo alguno y porque los plazos del EIA estaban por vencerse, el Estado peruano dio autorización de construcción a la empresa lo que reavivó inmediatamente las protestas. Más de 100 días de paro se vivieron en Islay. En agosto del 2019, el Estado suspende la licencia de construcción otorgada.
Este 2024, manteniendo la misma práctica, sin ningún diálogo formal o acuerdo expreso con autoridades locales, organizaciones sociales y gremios de agricultores movilizados en defensa del valle del Tambo, la empresa anuncia el reinicio del proyecto. Las protestas también se han reiniciado.

El falso consenso

Un Gobierno desesperado por mostrar indicadores de confianza empresarial y de mejoramiento de la situación económica, con incremento de la inversión privada, avala este nuevo intento de la empresa de poner en marcha el proyecto sin contar con licencia social ni apoyo en el territorio.

Creer que las protestas, de cientos de personas, son fáciles de convocar y que no acarrean costos para quienes participan en ellas es absurdo. La gente se moviliza sólo porque siente que tiene una razón válida y que esa razón no está siendo escuchada o atendida. Que de manera unánime las autoridades ediles se pronuncien en contra, así como la propia Cámara de Comercio de Islay, además de los gremios de agricultores, no es tampoco gratuito, muestra un territorio donde la mayor parte de la sociedad desconfía del proyecto.

Seguir diciendo que hay licencia social y que hay consenso alrededor del proyecto, que solo son 30 o 40 opositores, que en realidad los que se oponen no son de Islay es no confundir la realidad con sus intereses particulares, además de agredir a quienes tienen un justo reclamo y que viven las consecuencias de 15 años de conflicto, entre ellas deudos y personas con familiares criminalizados.

La inversión privada es importante en el país, pero no puede imponerse de cualquier manera. Lo peor que puede hacer es apoyarse en un Gobierno con 4% de aprobación, con las manos manchadas de sangre para mantenerse en el poder y sin rumbo claro. Si creen que esto les garantiza fuerza de choque oficial para imponer con balas un proyecto minero, lo que lograrán es más resistencia y mayor fractura del territorio donde quieren intervenir.