El niño y la garza, por Sandro Mairata

Sí, El niño y la garza es superlativa y una nueva joya del maestro Hayao Miyazaki y de Studio Ghibli. Pero incluso en estas alturas de excelencia hay niveles y esta nueva obra no supera ni a El viaje de Chihiro, ni a La princesa Mononoke, ni mucho menos a un clásico como Mi vecino Totoro. Aun así las victorias son muchas.

Frente a la pirotecnia digital de nuevas glorias como Makoto Shinkai (director de Suzume y de las populares Tu nombre y El tiempo contigo), Miyazaki luce como un esteta tradicional. Recurre además a un reconocible cajón de herramientas: el protagonista es un niño, en el campo, en contacto con un mundo sobrenatural –y los adultos no tendrán idea de lo que ocurre–. Los “warawara” son una variante de los “kodama” de Mononoke; el fuego antropomorfo Himi es una especie de Calcifer de El castillo ambulante y el rostro de mirada intensa de Mahito es similar al de la propia Mononoke.

A grandes rasgos, es la historia de Mahito, un niño que pierde a su madre en un incendio durante la Segunda Guerra Mundial y cuyo padre desposa a la hermana de esta, llamada Natsuko. El trío se muda a la casa de campo de la tía-madrastra, ahora embarazada, y allí Mahito notará a una extraña garza que parece querer llamar su atención a una torre clausurada décadas atrás. Allí encontrará muchos secretos.

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Miyazaki avanza su historia con mano firme, cuidando el ritmo y controlando los tiempos aun a costa de presentar transiciones abruptas y de los varios, aparentes, vacíos de guion. Lo suyo no son “dimensiones paralelas” ni “multiversos” sino entornos fantásticos, en apariencia inconexos, pero que forman una unidad secreta hilada con finura narrativa encomiable. Compleja, magnética e impecablemente animada, es Miyazaki vital otra vez.