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El hombre necesario

“Ribeyro era atento, paciente, tranquilo, sigiloso y contemplativo, inclinado a escudriñarlo todo y predispuesto naturalmente a oír lo que otros decían más que a decir”, dice Fernando Ampuero, su amigo.

Conocí a Julio Ramón Ribeyro en los almuerzos que mi padre preparaba en casa. Yo niño y él viejo desde hacía buen tiempo y la amistad con mi familia. Ribeyro era un ser especial y yo tuve la suerte de que me quisiese tanto. Ya de poeta fui su amigo y su sorpresa. Sabía que no le gustaban las entrevistas y yo de reportero de la televisión siempre buscaba la oportunidad para entrevistarlo. Un domingo lo salvé de la muerte en la Plaza de Acho y fui aquel que le dio la noticia de que había ganado el Premio Juan Rulfo cuando ya radicaba en Barranco. Por eso me concedió la última entrevista a unos días de su muerte.

Todo ello figura en mis crónicas, pero también en el libro de Jorge Coaguila Ribeyro, una vida, la gran biografía de uno de los mejores escritores peruanos. No obstante, hay detalles inéditos en el libro de Daniel Titinger que muchos no conocen. Cierto: Ribeyro es un escritor necesario para entendernos como peruanos y también fue periodista. Y no es una vergüenza ser periodista –ojo, poetas y narradores–: lo fueron José Carlos Mariátegui y César Vallejo. Ribeyro es un caso. Tiene ojo de ser brillante en el cuento, pero nadie observa que esa mirada es la de un “perro de presa”. Si hoy estuviese vivo y joven, seguro que trabajaría en cualquier Unidad de Investigación de un diario, revista o la televisión. Uno que conoce este oficio, no puede soslayar a ese ser especial que todo lo veía noticias o novedades. El “homo curioso”.

Si existiese hoy, seguro que sería amante de todos los programas de la farándula –lamentablemente, los de mayor audiencia— de la televisión. Ribeyro, como buen periodista, era “chismoso”. Virtud de los limeños de pura cepa. Era él la paradoja en pie. Un escéptico en la elegancia discreta de la desesperación. Delgado, muy delgado y tímido. Él era el escritor perdurable, de miles y fraternas páginas, de cientos de personajes inolvidables. Aquel de los hechos cotidianos convertidos en la real ficción del lenguaje sencillo sobre el soporte de un estilo transparente y una mirada recorriendo el alma de las cosas.

Hoy que lo recuerdo aternurado como los viejos retratos en la penumbra de una sala atiborrada de sus personajes: el “territorio literario propio”, ojalá alguien pueda arrancarlo de mi corazón durante el resto de su incalculable muerte.

La República

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