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Rito del mal perdedor, de Trump a Keiko

Cómo perder una elección sin morir en el intento.

Entre las tradiciones rotas por ese energúmeno de Donald Trump, hay una que enaltece una actividad con frecuencia agresiva y sucia como la política: saber reconocer una derrota electoral y desearle éxito al ganador, como expresión caballerosa de un alto en la contienda tras el final de una batalla.

Saber perder es tan importante como saber ganar. Refleja la calidad personal y algo crucial en política, como en todo en la vida: respeto a las reglas, especialmente en la adversidad.

Los discursos de aceptación de la derrota son grandes lecciones de política. Jimmy Carter le dijo a Ronald Reagan en 1980: “El pueblo eligió y yo, por supuesto, acepto esa decisión”. Hasta un bribón como Richard Nixon le dijo en 1960 a John F. Kennedy: “Una característica del país es que tenemos contiendas políticas reñidas, pero cuando se tomó una decisión, nos unimos detrás del hombre elegido”.

Y un clásico es el de 2008 de John McCain a Barack Obama: “Les pido a todos los que me apoyaron que se me unan y no solo lo feliciten, sino que también le ofrezcan a nuestro próximo presidente nuestra buena voluntad y nuestros mejores esfuerzos para encontrar formas de unirnos”.

Pero McCain era un caballero y Trump un sinvergüenza que quiere construir su futuro político como un Joker a la cabeza del vandalismo de forajidos de una ultraderecha racista, aunque entre los 74 millones que lo votaron hay muchos de un Partido Republicano que también premia el orden.

No saber perder denota falta de generosidad y grandeza, y afecta el futuro político, como fue obvio en Keiko Fujimori, quien no pudo procesar su segunda derrota consecutiva –ante Pedro Pablo Kuczynski en 2016–, y se nutrió de mentiras alimentadas por su entorno de ineptos, como que le habían robado la elección, del mismo modo como lo dice hoy Trump, además de llenarse de gestos idiotas como no saludar al ganador, ordenar a su jauría parlamentaria de perritos amaestrados a omitir aplausos en el hemiciclo, y hacerle la vida imposible al presidente que ganó, saboteando a la democracia y a la estabilidad, así como la perspectiva de los ciudadanos, pero, principalmente, sepultando su propia proyección política.

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