No hay nada más populista que un golpe de Estado que lleve a una restauración neoliberal con fuertes tonos conservadores. Y nada más antipopulista que una movilización ciudadana con un relato democrático que los desaloja del poder, destruye la coalición golpista e instala en el poder un gobierno más fuerte y una mayor certidumbre de la transición, es decir, una vuelta de tortilla.
La etapa vivida entre el 9/11 y 16/11 fue la Revolución del Bicentenario. No hubo en el Perú una etapa en la que, en tan corto tiempo, se concentraran todos los atributos de una revolución. La disección de sus partes exhibe hasta cuatro momentos intensos con actores intermitentes que irrumpen o salen de la escena con celeridad. La misma escena se mueve precipitadamente, de las instituciones a la calle y de vuelta a los salones del poder para que ahí se ejecuten los mandatos de una sociedad que impuso la reparación democrática.
El primer momento es el golpe mismo, que ahora aparece como una revuelta parlamentaria exitosa que se transforma en el acto en un gobierno neoliberal conservador saludado por la ultraderecha y el antiguo poder empresarial (9, 10 y 11 de noviembre); es sucedido por una reacción ciudadana vasta, una cólera profunda que el nuevo poder subestima porque la asume tradicional, y que derriba al gobierno luego del baño de gases, perdigones y muertes (12, 13, y 14 de noviembre); un tercer momento es la resistencia de la coalición vacadora que intenta un gobierno de Merino sin Merino y que también cree que puede ignorar a la calle (15 de noviembre); y el acto final, la formación de una nueva coalición gobernante del Congreso que designa al presidente Francisco Sagasti (16 de noviembre).
El cuarto momento es el más complejo y agrupa varios desenlaces. El que parece pasar desapercibido es la ruptura de la mayoría parlamentaria formada en marzo pasado, con dos partidos dominantes (AP y APP) y dos aliados menores (UPP y Podemos), que operaban con roles diferenciados: UPP y AP hostigaban al gobierno en lo político, Podemos impactaba el programa de reactivación y APP fungía de bisagra. Al romperse esa alianza, estas bancadas se fraccionaron, especialmente AP, donde fue aislado el núcleo golpista, y APP donde tomó protagonismo un sector pragmático. Por la rendija abierta por esta ruptura se coló la presidencia de Sagasti.
El resultado del cuarto momento tiene un mayor calado: la nueva mayoría parlamentaria es débil, pero fue suficiente para que el efecto final haya sido una vuelta a la tortilla. Las direcciones en el Congreso y el Ejecutivo son mucho más que distintas a las anteriores; son visiblemente contrarias. La recuperación de la democracia ha venido con yapa, haciendo realidad la consigna de Ni Merino ni Vizcarra. La que tendremos será una transición más modélica.
Sería un error sostener que el golpe fracasó solo porque fue un golpe. La idea de que esta batalla era política constitucional exclusivamente, y que no existían razones ni fuerza para que la opinión pública deje de arbitrar los conflictos políticos y se lance a las calles, es uno de los errores de análisis político más garrafales de la década. La ciudadanía ya se había expresado incómoda contra decisiones del Congreso y ha demostrado tener memoria contra cualquier acto que combinara autoritarismo y corrupción.
No obstante, las claves más finas de esta movilización deben ser estudiadas. Su primera fisonomía es de un movimiento nuevo en este período (no tan nuevo respecto de las jornadas de 1997, 2000 y 2015) cívico, juvenil, territorializado, comunitario y con innegable tono antipartidario (ver Primeras impresiones de una victoria, de Carlos León Moya en jugodecaigua.pe). Una parte del sistema no tiene las respuestas ante esta irrupción especialmente porque tampoco se sabe las preguntas. Es un yerro adelantado creer que es una movilización principalmente disruptiva y contestataria, y que por eso lo mejor sería que la calle se desmovilizara para que la élite peruana opere sin vigilancia.
En este análisis −equívoco− la calle es un problema y no una solución.
La opinión pública no parece deseosa de volver a un papel menos activo. Los hechos de noviembre se extenderán a una campaña electoral que se ha refundado con dos discursos enfrentados, libertad vs. orden (no debería ser parte de una disyuntiva). No habrá campaña de baja intensidad como se pensaba inicialmente. Varios partidos se ven aislados y tendrán problemas para redefinir su relato electoral: en la izquierda el Frente Amplio; en el centro AP y APP; en la derecha Fuerza Popular; y en la franja populista UPP, Frepap, Podemos y Renovación Popular.
El cuarto momento de la Revolución del Bicentenario no se prolongará. Ha producido una presidencia más fuerte que la de Vizcarra y Merino y ha vuelto a situar la transición en términos deseados. Hay un nuevo relato para la transición en el discurso del gobierno: esperanza, perdón, diálogo, abandono de la política brutal e inclusión de los jóvenes. La transición tiene forma y esperamos el contenido. Es todavía un proceso amenazado; Sagasti es liberal, lo que en un país conservador preso de una élite pasadista es un acto casi subversivo. Estará presionado por un escenario donde en el Congreso puede reactivarse una coalición hostil y en la sociedad aumentar la demanda de cambios.
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