Por: Jeffrey Radzinsky - Director del Grupo Fides Perú-GFP
Cuando Angela Merkel dijo el pasado marzo que el COVID-19 era el mayor desafío para su país desde la Segunda Guerra Mundial, muchos la tildaron de exagerada. El mensaje de la influyente política pretendía poner en perspectiva la magnitud del problema, que en las siguientes semanas se confirmó con una mortal crisis sanitaria y recesión económica global.
En Perú, considerando el sistema de salud, ineficaz descentralización y gran corrupción, a pesar del sostenido crecimiento económico por veinte años, enfrentar la pandemia es como correr el Dakar en un Tico. Resulta muy complicado lavarse las manos para siete millones de personas, sin agua potable en sus casas; cobrar bonos para los que no tienen cuenta bancaria (más del 50 % según ASBANC); permanecer en casa para trabajadores informales de ingreso diario (1 de cada 3 hogares sin refrigeradora, INEI, ENAHO 2018); utilizar mascarillas adecuadas; acceder a oportuna atención médica, y otras carencias e ineficiencias de gestión que la crisis nos ha recordado con dolor y contundencia.
Tras dos meses de estado de emergencia, en el proceso gradual del retorno de actividades económicas, hay conversaciones que siguen ausentes en el debate político y programático de la reactivación; una fundamental es la de conflictos sociales.
Existen factores que frenan los conflictos, una suerte de catalizadores que retardan potenciales estallidos: a) declaración de emergencia y las consecuentes limitaciones a los derechos civiles, b) miedo al contagio del virus, c) masiva presencia de militares y policías en las calles, d) mayoritaria aprobación del presidente y su gobierno.
Por otro lado, convergen elementos que impulsan la protesta social : a) crisis económica, menores ingresos para 89% y desempleo para 42 % Ipsos, abril 2020), b) populismo agitador, apuntando a la campaña electoral 2021, c) percepción de corrupción, multiplicada por la impunidad durante la crisis, d) migración interna de cientos de miles de ciudadanos, principalmente, abandonando Lima y otras grandes ciudades.
Manifestaciones violentas como las que vimos el año pasado en Bolivia, Ecuador o Chile han estado lejos de nuestra realidad, por características sociales y dinámicas políticas diferentes; sin embargo, la frustración -que suele devenir en alguna agresión palpable- de millones de personas está en aumento, creando una atmósfera que podría ser el combustible para una eventual detonación social. Es una bomba por desactivar.
1. Reconocer la situación de peligro. Correspondería mayor protagonismo al Viceministerio de Gobernanza Territorial de la PCM y al Ministerio del Interior, enfocando una estrategia preventiva, así como capacidad operativa de seguridad.
2. Políticas púbicas enfocadas en un nuevo grupo de nuestra sociedad; miles de familias que -en pocos meses- han pasado de la clase media vulnerable a la pobreza. Para ello, se requiere identificarlos y visibilizarlos.
3. Respaldar vocerías gubernamental es -a partir de las políticas públicas referidas- de profesionales sanitarios, policiales, educadores y militares, fortalecidos en su reputación por su labor durante la emergencia.
4. Concretar alguna reforma relevante antes del cambio de gobierno de 2021 (pensiones, sistema de salud, servicio civil, laboral u otra) que más allá de la democrática oposición, denote cierto consenso sobre algo estructural, trascendente y con vocación de largo aliento.
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