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Domingo

Adiós, querido Nicolás

Músico, periodista egresado de la PUCP, amigo de muchos, recordado por otros tantos. Nicolás Bello falleció a inicios de junio. Como un homenaje, su padre le escribió esta carta que publicamos en honor a su memoria.

Músico. Nicolás y el ukelele que lo acompañaba siempre. Foto:difusión/Lucía and Fer Photography
Músico. Nicolás y el ukelele que lo acompañaba siempre. Foto:difusión/Lucía and Fer Photography

Por: Hernando del Prado

Difícil encontrar las palabras para hablar de alguien a quien se amó tanto en el momento de su partida. Conocí a Nicolás a comienzos del año 1987 cuando apenas tenía un año. Y me fui convirtiendo en su padre gracias a una generosidad mutua. Fui bautizado y criado en la fe católica, de la cual me alejé muy pronto. Desgraciadamente, creo que no hay ni un más allá ni un cielo ni otra vida después de esta.

Nicolás profesaba un agnosticismo parecido. A todos nos cuesta aceptar la muerte, pero tengo claro que el dolor no se alivia ni un ápice con la vana esperanza de que nuestras almas gocen de alguna forma de inmortalidad.

Hoy en la mañana, al decidir escribir estas líneas, pensé en lo afortunado que fui al poder haber compartido mi vida con alguien como Nicolás. Todos los seres humanos somos un milagro, un milagro de la naturaleza. Desde el nacimiento, como fruto de una lotería de millones de espermatozoides que compiten por fecundar un óvulo, lotería más difícil de ganar que cualquiera que el hombre haya podido crear alguna vez. Ese milagro nos da a todos la oportunidad de existir, de pasar por la vida por un tiempo muy breve.

Nicolás aprovechó ese tiempo y le sacó el jugo a la vida, a cada minuto que le tocó vivir. Hoy, en medio del dolor insoportable de su partida, descubro que esa ha sido una gran enseñanza para mí y creo que para muchos.

Desde muy pequeño, Nicolás tenía la actitud, propia del verdadero filósofo: la capacidad de asombrarse por todo lo que lo rodeaba. Ese asombro, cualidad maravillosa siempre presente en los niños, no lo dejó nunca.

Así, ya de adulto, disfrutaba de todo lo que el día le ponía por delante: el café de la mañana, la planta que había sembrado en una maceta, el abrigo nuevo que se había comprado el día anterior, las conversaciones con los amigos. Todo le venía bien: era un entusiasta dispuesto a enrolarse activamente en todas las causas que consideraba justas. Era el compañero que no dudaba en emprender un viaje o una excursión sin pensarlo mucho, era el amigo siempre dispuesto a dejar lo que tenía que hacer para escuchar y consolar a quien estaba en problemas.

La vida vista como una competencia nos tiene acostumbrados a valorar a las personas en función de su palmarés: títulos profesionales, cargos de poder, campeón en tal o cual cosa. Nicolás había transitado y logrado muchas de las cosas que nuestras sociedades consideran fundamentales para acumular prestigio. Sin embargo, su mayor valor era uno cada vez más difícil de encontrar, uno muy escaso: era una persona buena.

“Bueno como el pan”, para usar esa expresión tan linda. Pocas veces he conocido a alguien totalmente libre de malicia.

La muerte nos espera a todos, tarde o temprano. Pero la muerte de alguien joven siempre es un escándalo, por todo ese futuro que se trunca, por todo aquello que hubiera podido ser y ya no podrá serlo.

Nicolás, en sus 36 años de vida, tuvo una vida plena: tuvo el amor de sus padres, de su madre, de todos sus hermanos, de sus tres abuelos y sus tres abuelas, de todos sus primos que eran muchos. De sus amigos, desde los íntimos, que eran pocos, hasta los no tan íntimos, que eran muchísimos, coleccionados a lo largo de su vida: en el colegio, en la universidad, en sus sucesivos trabajos acá en Lima y también en Barcelona y en Berlín. Experimentó el amor, con relaciones algunas más duraderas que otras. Fue un ávido lector, un gran conversador, un periodista incisivo, un cocinero gourmet en proceso de aprendizaje, un aplicado viajero, un polemista apasionado que dejó huella en las redes.

Esa vida plena y llena de amor, amor dado y amor recibido, es para mí hoy el único consuelo que encuentro ante el dolor de su partida.

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