¿El 30 de abril es feriado o día no laborable en Perú?
Domingo

El terrorismo al poder

Llegue a Lima un 10 de setiembre del 2001, como huésped de mi exdirector Enrique Zileri. Esa noche cenamos livianito pero bien regado, en su casona-museo de las Casuarinas y no recuerdo a qué horas desperté al día siguiente. Sí recuerdo que la mañana de ese día 11 yo estaba bajo la ducha cuando sentí fuertes golpes en la puerta y el grito usual que emitía Zileri cuando captaba una noticia flagrante. Algo así como “ven a ver esto, rápido, que es de puta madre”. Salí chorreando y secándome con una toalla y él me explicó, apuntando al televisor, que un avión había atacado una de las torres gemelas de New York. Miro y comento que sí, que “ahí lo están repitiendo”, y entonces él lanza su segundo grito: “No, no, Pepe... esa es la otra torre”.

Superpotencia y superfiasco

Dos días después, Caretas brindaba un gran reportaje sobre lo sucedido, bajo el título “Apocalipsis USA”. En un santiamén, Zileri y su equipo habían compuesto un bloque de 30 páginas, con fotos impresionantes, notas sobre terrorismo comparado, el testimonio de un exreportero con residencia en Manhattan y una entrevista a este servidor sobre el “crujiente momento” que comenzaba a vivir el mundo.

Es malo opinar de prisa cuando la noticia es enorme y hoy lo ratifico. Exhumando esa entrevista, verifico que yo asumí el concepto de “guerra terrorista”, sin distinguir entre una guerra contra actores nacionales unificados y una supuesta guerra contra un concepto sin enemigo nacional visible. Hoy tengo claro que la diferencia es categórica. Combatir terroristas sin Estado exige recurrir más a la inteligencia estratégica y a la investigación policial que al alistamiento de fuerzas militares, con sus inevitables componentes de contraterror.

Equilibré ese error conceptual con un pronóstico que se cumpliría: “Va a haber una reacción muy fuerte de los Estados Unidos, que como toda reacción puede acarrear serios daños (...) una hiperreacción ciega”. Fue lo que sucedió. El presidente George W. Busch, ignaro en materias de política exterior, presionado por sus halcones mayores, Dick Cheney y Donald Rumsfeld, optó por una represalia militar masiva, sin enemigo estatal ni horizonte estratégico. Solo había que aniquilar a los talibanes afganos, sin prever efectos sobre el quebradizo estado de Afganistán y haciendo la vista gorda sobre las complicidades entre Osama Bin Laden y sus paisanos de Arabia Saudita. Luego, aprovechando el impulso e invocando un fake monumental -armas de destrucción masiva en poder de Sadam Hussein-, Bush y sus halcones invadieron Irak, sin acuerdo del Congreso, mintiendo en la ONU y dejando a Afganistán políticamente desguarnecido.

El resultado fue un fiasco apabullante. Veinte años después del colapso de las torres, el presidente Joe Biden está asumiendo los daños de la ciega “hiperreacción” de Bush. Tras la política frívola de Donald Trump -quien negoció con los talibanes marginando al Gobierno afgano- y la política congelada de Barack Obama, su Gobierno llegó a lo que estamos viendo: la caótica retirada de sus tropas en Afganistán, la ira de sus aliados europeos y... el retorno al poder de los terroríficos talibanes.

Abimael Guzmán

Abimael Guzmán

Periodismo en la encrucijada

El link de los recuerdos me lleva a otro día limeño, veinte años antes del 11-S, cuando surgían las primeras señales ominosas de Sendero Luminoso. Entre ellas una que entonces pareció surrealista: sus militantes habían colgado perros en las luminarias de la avenida Emancipación -a corta distancia de las oficinas de Caretas- con un letrero que los unificaba bajo el nombre de Teng Siao Ping (Deng Xiao Ping, según grafía actual). Solidarizándose con los ultrarrevolucionarios chinos, veían a Deng como un traidor contra Mao y un adalid del retorno al capitalismo.

Dado que la inteligencia militar, la Policía y los analistas del Gobierno de Fernando Belaúnde no estaban informados sobre las pretensiones doctrinarias del líder senderista Abimael Guzmán, primaba la idea de rebajar sus acciones como noticia. Unos aludían a una secta de maoístas chiflados, don Fernando prefería hablar de “abigeos” y algunos los registraban como una variable exótica del foquismo castrista tan rápidamente aplastado por el Ejército. Por ello, en los medios conservadores la información se concentraba en lo delincuencial y Sendero no lucía como una amenaza sistémica.

Distinta fue la reacción de Zileri. Con las fotos de los perros en un display de su oficina, dictaminó que eso era terrorismo puro, duro y peligroso. Asignó el seguimiento de la información a Gustavo Gorriti, inaugurando una línea de investigación permanente en Caretas. El producto sería una edición monográfica de 50 páginas, a cargo de Gustavo y este servidor, que aparecería en marzo de 1982. Fue una panorámica del terrorismo global que -vaya coincidencia- empalmó con la primera acción armada y espectacular de Sendero. El día 2 de ese mes, un centenar de militantes asaltó la cárcel de Huamanga, para liberar a 247 camaradas presos, matando a dos policías.

Restos peligrosos

Este 11 de setiembre, aniversario del ataque a las torres gemelas, murió en una cárcel naval Abimael Guzmán. Cerrado su periplo vital, recuerdo cuánto discutimos, en el marco de aquella edición especial de Caretas, si entonces calificaba como figura del terror regional. En la lista de los indiscutidos estaban el brasileño Carlos Marighella, el uruguayo Raúl Sendic, el argentino Roberto Santucho, el colombiano Rosemberg Pabón y el chileno Ronald Rivera.

La realidad dice que, mientras aquellos se están esfumando en el olvido, el jefe de los verdugos de perros ha muerto como un terrorista de relieve mundial. Aunque no fue el sucesor de Marx, Lenin y Mao -es lo que pretendía-, sí es “el más grande genocida de la historia del Perú”, como lo describió este diario. Por su pensamiento y acción murieron más peruanos que en todas las guerras históricas del país.

Sin embargo, dado que la memoria social es corta, la historia suele ignorarse y hay quienes aún lo asumen como líder de “el pueblo”, incluso sus restos son problemáticos. Por ello, esta semana se aprobó una ley que autoriza incinerarlos y esparcirlos, para que desaparezcan en la nada, como los de Bin Laden, el más famoso terrorista global. Sintomáticamente, tal ley se aprobó con la firma del presidente Pedro Castillo y el rechazo de su partido.

En el fondo político de tanta rareza está el pésimo estado actual de la representación democrática, con señales hemisféricas tan notables como el asalto al Capitolio, en los Estados Unidos, y los “estallidos sociales” en América Latina. Son obra de refundadores de todo el espectro ideológico, para quienes “salvo el poder todo es ilusión”, como rezaba el lema de Sendero. Quieren terminar con tradiciones republicanas y símbolos nacionales, colocando a sus seguidores a horcajadas entre una concepción utópica de la revolución social y una aceptación instrumental de la democracia. Pretenden ser ellos quienes comiencen a escribir la historia verdadera, pero, de hecho, están catalizando la ingobernabilidad y hasta el vacío de poder. Es decir, los contextos que mejor acomodan a los terroristas de cualquier parte.

Fue algo que previmos en 1980, en la nota editorial de aquella edición de Caretas. Al tratar de definir el objetivo político de los terroristas, dijimos que puede ser el caos, la gran revolución, la gran contrarrevolución, el fascismo o el comunismo y que solo dos cosas resultan claras: que su objetivo será siempre de carácter extremo y que jamás coincidirá con un sistema político “simplemente” democrático.

Los artículos firmados por La República son redactados por nuestro equipo de periodistas. Estas publicaciones son revisadas por nuestros editores para asegurar que cada contenido cumpla con nuestra línea editorial y sea relevante para nuestras audiencias.