Los vemos a diario rebuscándoselas en cuanto oficio sean requeridos. Pero, ¿cuánto padecen para llegar hasta aquí? Domingo acompañó a los Marín Blanco, una familia venezolana de 14 personas, en su odisea terrestre desde Cúcuta hacia Lima. De cuando refugiarse en otro país es la única opción.,Renzo Gómez “Tenemos tres horas para conseguir el dinero”. María José Núñez (30), una profesora de literatura que por necesidad pinta cejas y uñas, lanza la advertencia, y a la vez el desafío. Es el jueves 12 de abril en uno de los terminales de La Parada, el barrio de Villa del Rosario, en Cúcuta, en la frontera entre Venezuela y Colombia. A menos de 100 metros se ubica el puente internacional Simón Bolívar. Desde el cielo, una maratón de hormigas, un incesante flujo de venezolanos en dos carriles con direcciones opuestas. Quienes vienen de San Antonio del Táchira ingresan, en su gran mayoría, con mochilas, maletas y carritos sobre sus espaldas. Quienes regresan de Cúcuta lo hacen con bolsas y paquetes. Son los que aún no abandonan Venezuela. Los que cruzan la frontera para proveerse de papel higiénico, harina, aceite, leche y medicinas. Productos vitales y escasos en la República Bolivariana. La otra avalancha de gente, en cambio, tomó la decisión de refugiarse en otro país, porque vivir en el propio es insostenible. Han juntado millones de los devaluados bolívares (una tasa de 49.478 bolívares por dólar hasta inicios de abril, de acuerdo al control de cambios oficial, pues hay un circuito paralelo), a pesar de que un salario mínimo equivale a un dólar y 30 centavos. Han vendido sus autos, lavadoras y cocinas. Y, claro, han dejado, con dolor, a los suyos. Los Marín Blanco son de Maturín, la capital del estado Monagas, en la punta nororiental de Venezuela, muy cerca del mar Caribe. Una tierra llana y calurosa que alguna vez vivió del petróleo, la agricultura y la ganadería. Habitantes de una casa humilde con tres cuartos, y un patio donde se yergue una mata de mango en el Sector Negro Primero, un barrio popular surcado por un desagüe, los Marín Blanco son una ‘banda’ de 14 integrantes. En principio, los únicos viajeros iban a ser Yulianna Blanco (35), sus tres niñas: Ashley (11), Georgina (5) y Anabella (3), su suegra Francis (54), y su hermano menor Kemel (21). Pero la tropa se duplicó, como es entendible. Se sumaron Greissys Trujillo (27), una sobrina a quien Yulianna considera como su hermana pues la crió su mamá hasta los 12 años; la tropa de los Castro: su ex cuñado Pablo (45), su hija Nicole (8), y su hermana Criss (25); el primo Edgardo Salazar (42), y dos amigos de la familia: Andrea Bencomo (22), Carlos García (21) y María José Núñez (30), la comadre de Yulianna, la rubia pelo pintado, de risa fácil, que ya nos gasta bromas. Les falta un millón de pesos colombianos para completar los 14 pasajes hacia Rumichaca, el punto fronterizo entre Colombia y Ecuador, y solo faltan tres horas para la salida del último bus de La Parada a las 7:00 p.m. Se activa, entonces, el instinto de supervivencia de los maturinenses, quienes por algo tienen como principal heroína a una esclava rebelde que por ir al frente en las batallas independentistas fue bautizada como ‘La Avanzadora’. Juana Ramírez, ‘La Avanzadora’. Regresar sería un sinsentido para los tres días anteriores (salieron de Maturín el lunes 9 de abril) en los que atravesaron Puerto la Cruz y Barinas hasta arribar a San Cristóbal, en Táchira. Solo queda abrir las maletas y sacar lo más caro de allí, pero no por eso lo más preciado. Los adultos recorren La Parada mientras Yulianna se queda con las niñas, cuidando las maletas. Rato después empieza a llover. Síntoma de abundancia. Al cabo de casi dos horas regresan con varios billetes, pero sin una plancha, un par de celulares y una laptop. Las caras largas no han cambiado. Aún falta poco menos de la mitad. El ambiente se tensa. Discuten entre ellos. Se reclaman promesas. La idea de dejar a alguien en Cúcuta les ronda. Será Antonella Díaz, la asesora de viaje quien se encargará de calmarlos. Asesora es un término chic para sus labores: esta venezolana, natural de Valencia, es una jaladora, sin ningún vínculo oficial con ninguna empresa de transportes, que recoge una comisión por cada viaje que consigue. En este caso hasta Rumichaca: 20 mil pesos por cada pasaje. Si es hasta Lima, 30 mil. Y así. Uno de los oficios mejor pagados en La Parada, aunque ciertamente inestable. Finalmente, en un gesto inesperado, cuando los Marín Blanco desfallecían, Antonella decide cubrir lo restante con casi el grueso de su comisión. “Me dio pesar las niñas. A veces es así”, dirá después. No será el único ángel de la travesía, definitivamente. Los Marín Blanco parten de Cúcuta, la capital del Norte de Santander, donde el éxodo venezolano ha ensombrecido el dato poderoso de ser la tierra donde nació James Rodríguez. La ciudad que 45 mil venezolanos atraviesan diariamente por el puente Simón Bolívar. La franja porosa de 1,380 millas donde el gobierno colombiano ha instalado una infinidad de módulos desde el 6 de abril para responder a la inmensa pregunta: ¿Cuántos venezolanos han cruzado la frontera? Las consultoras y las instituciones migratorias de ambos países se debaten entre los dos y los cuatro millones. Cifras que se incrementan, y se ven reflejadas en calles desiertas y barrios deshabitados, como se está convirtiendo el Sector Negro Primero, en Maturín, de los Marín Blanco. Rumichaca-Tulcán Álvaro Marín, el padre de Ashley, Georgina y Anabella, no debe enterarse de las penurias. Son los deseos de Yulianna. Aunque se lo imagine, difícilmente le dirá que su familia dormirá besando el piso, con los estómagos repletos de pan, tomando agua de caño, y sin bañarse la mayor parte del viaje. Después de un par de paradas en Tolima, y una en Santander de Quilichao en el Valle del Cauca, hemos llegado el sábado 14 de abril, tras 36 horas de viaje, a Rumichaca, el paso entre Colombia y Ecuador. A diferencia del puente Simón Bolívar que cierra a las 9 de la noche, aquí la frontera está abierta las 24 horas. Por lo tanto, las colas son kilométricas, y avanzan unos centímetros cada media hora. La principal traba que tienen los llaneros es regularizar su documentación. Gestionar un pasaporte demora hasta dos años, un trámite por el que muchos son estafados. No queda más remedio que obtener la carta andina que limita la estancia más no el ingreso. El reparto de las tareas se mantiene: los adultos hacen la cola mientras Yulianna, las niñas y la abuela resguardan las cosas. Vaya que es necesario. Lo sabremos en carne propia. Mientras nuestro fotógrafo Jhonel Rodríguez hacía tomas en el puente fronterizo fue sorprendido por un pistolero que se bajó de una moto, le arrebató la cámara, y huyó raudamente. ‘Dar papaya’ dirían los colombianos. Sea como fuere, el día transcurre con la pesadez de la espera. Y los crujidos del estómago. Un pan de yuca, delgadito y extremadamente duro, muy similar a una galleta es lo que suelen llevarse a la boca los Marín Blanco. Casabe con mucha, mucha mayonesa para engañar al paladar. También comparten una latita de jamón picado que revuelven con ketchup y mayonesa y untan sobre sus panes. Una latita para toda la banda. ‘Diablito’ para más señas. Edgardo Salazar añora las fiestas que acostumbraba organizar en la finca de 30 hectáreas que dejó en Maturín. Las carnes asadas. Los piscinazos. Antes de emprender esta odisea le robaron un par de vacas. Como si no fuera suficiente a la baja producción del último tiempo. “Antes vendía 60 litros de leche. Al último apenas rozaba los 25 litros”, cuenta. El motivo: el litro de leche subió de los 2 mil a los 40 mil bolívares. Inalcanzable. Tanto que debió vender 20 reses, y quedarse con 30. La cola apenas avanza. Menos mal, un mimo irrumpe y con sus muecas alivia un poco la jornada. El sellado de migración durará un día entero. Cuando nos lo contaron no lo creíamos. Empezamos a convencernos cuando después de sellar la salida de Colombia a las 6 de la tarde, tras nueve horas de cola, percibimos al otro lado del puente una culebra que le daba la vuelta al edificio de migraciones de Tulcán, en Ecuador. Lo que vino después fue asombroso: nos escribieron un número en las muñecas, y de tanto en tanto los oficiales amenazaban con rociar gases ante el más leve murmullo. El frío, inclemente, también cometió su tiranía. “En Maturín el sol te achicharra. Te bañas y sudas”, explica Kemel, quien sufre la altitud de Tulcán a casi tres mil metros sobre el nivel del mar. Frazadas, colchas, casacas, gorros de lana, medias gruesas, guantes. Los venezolanos se cubren con todo lo que está a su alcance. Mal comidos y mal dormidos deben enfrentar a un nuevo enemigo. Como ocurrió con la asesora en Cúcuta, nuevos ángeles descenderán. Organizaciones cristianas y familias que, en un acto de admirable desprendimiento, estacionarán sus camionetas con sopa de pollo y verduras, litros de chocolate y café, botellas de agua y garrafas con aguapanela, un refresco caliente de chancaca. Entumecidos, corren despavoridos. Las raciones, lamentablemente, no alcanzan para todos. Son aproximadamente mil los venezolanos que pasarán la madrugada en el departamento de Aduanas, aguardando un sello. La noche obliga a conversar para no perder el aliento. Al final todos terminan desplomándose, acurrucados, en un campamento multitudinario e infeliz. Antes del amanecer, cuando todavía hay mucha gente con las colas puestas gestionando el engorroso trámite, los Marín Blanco, adoloridos, enrumban hacia el terminal de Tulcán en un par de coasters. La tarifa nos pega un cachetazo: 7 dólares. Un platal bajo estas condiciones. Recurrir al instinto de supervivencia. No hay otra alternativa. Esta vez bajo una estrategia: separarse y pedir, aunque les dé mucha pena, limosna. Al cabo de la mañana, las manos estiradas y la comprensión de los lugareños y, por supuesto, el despojo de un par de electrodomésticos más, logran reunir el monto requerido para dirigirnos hacia Quito. Las niñas, incansables, lucen agotadas. Sufren por primera vez los estragos del viaje. Después de cinco horas y una pésima película de acción, Quito nos recibe el domingo 15 de abril por la tarde. El terrapuerto de Quitumbe será nuestro hotel por esa noche: los envíos que la familia esperaba por Western Union llegarán recién al día siguiente. Ashley, Anabella, Georgina, y Nicole se abstraen maquillándose, como si jugaran con témperas. Son unas ‘pavas’, como dicen en Venezuela, en alusión a la majestuosidad de los pavos reales. Coquetas las niñas a pesar de su edad. Coquetas las mujeres a pesar de la tragedia. Nadie se escandaliza. Nadie. Después de todo, provienen del país de las misses de belleza. Los guardias del terrapuerto serán el enemigo flamante: los despertarán innumerables veces durante la madrugada. “Siéntense. Está prohibido dormir”, les dirán. Se apiadarán de los ‘carajitos’, como les dicen a las infantes, menos mal. Ni siquiera podrán llenar el envase con el que se surten de agua. Les pretenden cobrar de más en el baño. Y no, no les alcanza. Como si fuera urdido por un Dios piadoso, un artesano ecuatoriano, maestro en el manejo de fibra óptica, les invitará el desayuno. Infusiones, pan, huevos revueltos, y fruta. Al mediodía, más optimistas, los Marín Blanco suben al bus. Huaquillas, el puntero fronterizo entre Ecuador y Perú nos espera. Dieciocho agotadoras horas también. Soñolientos, arriban en los primeros minutos del martes 17. El bus se detiene en un paradero de taxis donde por 5 dólares (por auto) nos conducirán hacia el Centro Binacional de Atención Fronteriza. Allí el trámite, a diferencia de Tulcán, es veloz. Veloz porque es de madrugada y el fin de semana está lejos, nos advierten. Y, en efecto, en no más de media hora, los 14 integrantes y este par de reporteros ya tienen sus documentos sellados. Allí pasaremos una noche más. O recibiremos el día. Da lo mismo ya. Alrededor de dos mil venezolanos transitan este paso. Francis, la abuela, se impacienta por ver a su hijo Álvaro en Lima. Costurera y creyente a ultranza de la Palabra, Francis padece de convulsiones por lo que debe tomar dos pastillas diarias de Oxicodal, un medicamento escaso en su nación. Llegar a Perú, sin exagerar, es un asunto de vida o muerte. A la mañana siguiente, los Marín Blanco aprovechan una campaña gratuita de vacunación contra el sarampión y la fiebre amarilla. Después de ello nos separaremos. Continuar con ellos será difícil. Tendremos que dejarlos. Yulianna nos contará luego que durmieron ese martes a las afuera del Centro Binacional. Y que el miércoles, tras un depósito de Álvaro, pernoctaron en el terminal para enrumbar hacia Lima recién el jueves 19 a las 9 p.m., once días después de salir de Maturín. El reencuentro “Mira cómo tiemblo, hermano. Han sido días terribles para mí. Qué no he sentido”. Tiemblan. Realmente tiemblan las manos, y las piernas y la humanidad entera de Álvaro Marín, el padre consternado que ignoraba por qué un viaje que debió demorar seis días y medio tardará doce. Y que está a minutos de apachurrar a su familia en el terminal Plaza Norte, en Independencia. Maestro carpintero, pisó Lima el 6 de enero, motivado por los buenos comentarios de su hermano Samuel, el primero del clan que vino a Perú. Álvaro, cantante aficionado que le ha legado el culto por la entonación a su hija Ashley, ha alquilado un piso, en un edificio ‘picante’ de San Martín de Porres para alojar a los suyos. Dan las 10 de la noche, y el bus esperado por fin se estaciona a su lado. Estamos a punto de presenciar lo más puro del amor. Ashley, la primera en bajar, es la más efusiva. El llanto nos sobrecoge. Después descienden las traviesas Georgina y Anabella y finalmente la tímida Yulianna. Tímida pero valiente. Al día siguiente, los adultos hallarán trabajo en restaurantes y panaderías. El lunes Ashley asistirá al colegio. El próximo domingo habrá karaoke. Una nueva vida empieza. De cero pero con esperanza. Yo tuve siempre para mi pasaje, pero no quise dejar a los demás. Somos una familia unida. Fue una prueba”. Yulianna Blanco.Cuando llegue a Lima solo quiero darme un buen baño, aceitarme toda, y una coca cola bien helada”. María José Núñez.Mira cómo tiemblo, hermano. Han sido días terribles para mí. Rabia. Nerviosismo. Qué no he sentido”. Álvaro Marín.Papá me dijo que fuera fuerte porque lo que se venía iba a ser bien duro. Y así fue, pero seguimos”. Ashley Marín.