Cargando...
Opinión

Homenajes a sátrapas y criminales, por Juan Luis Salinas Dávila

Si honramos a un criminal condenado como lo fue Alberto Fujimori, ¿qué mensaje damos sobre los valores que apreciamos? ¿En el Perú no pasa nada por romper la ley?

larepublica.pe
SALINAS

Mis compañeros de maestría me escucharon perplejos cuando les conté que el Gobierno del Perú declaró tres días de luto por la muerte de Alberto Fujimori y le otorgó las honras fúnebres. Pero claro, uno es argentino y el otro chileno. No están acostumbrados al surrealismo de nuestra política. El primero recordaba, para envidia mía, cómo el Estado argentino se preparó con años de anticipación para la muerte del exdictador Jorge Videla, modificando el marco legal para evitar honrarlo. De manera similar, el chileno recordaba cómo a los seis meses de iniciado el primer gobierno de Michelle Bachelet, la presidenta negó el funeral de Estado y el duelo nacional tras la muerte del exdictador Augusto Pinochet, restringiendo sus honores fúnebres a los militares que le correspondían por la ley y con la notoria ausencia de todas las autoridades, excepto la ministra de Defensa.

Es cierto que, nos guste o no, de acuerdo con la normativa vigente, el Gobierno peruano tenía que honrar a Fujimori. Las normas del ‘Ceremonial del Estado y Ceremonial Regional’ así lo estipulan en el Decreto Supremo 096-2005-RE. También es cierto que mucha voluntad para evitarlo tampoco existía. Entonces, millones de peruanos pudimos apreciar cómo la última acción física de Alberto Fujimori en este mundo fue atentar una vez más contra la dignidad de la oficina que denigró por diez años. Y digo nuevamente, porque, cualquier presidente condenado por crímenes cometidos durante su gestión, de lesa humanidad o de cualquier tipo, atenta contra la dignidad del cargo. Porque al escapar del país y renunciar al cargo por fax nos mostró su absoluto desprecio por lo que representa la Presidencia. Porque al postular al Senado de otro país, después de ocupar el cargo que personifica a la nación, fue la cúspide de su humillación a la oficina.

En mi columna anterior hablé de la importancia de reconstruir la institucionalidad democrática que viene erosionándose aceleradamente. Y parte de esta reconstrucción (no la más urgente, pero importante sin duda) pasa por restaurar la dignidad de la institución presidencial. Y teniendo en cuenta que los expresidentes que quedan vivos muy probablemente también contarán con un buen número de condenas al momento de sus futuros decesos (no pierdo la esperanza), tenemos que preguntarnos si, como nación, queremos seguir homenajeando a sátrapas y criminales.

Un buen punto de partida es discutir y aprobar el nuevo proyecto de ley introducido en el Congreso (hasta un reloj roto da la hora dos veces al día) que prohíbe que aquellos expresidentes condenados por delitos reciban las honras fúnebres de Estado.

Los argumentos a favor del PL son varios. En primer lugar, es que en la política y en la democracia, los símbolos importan. A través de ellos que los Estados construyen o refuerzan la identidad nacional, aquel ideal colectivo de principios y valores comunes bajo los cuales aspiramos a vivir. Y en ese sentido, la otorgación de los honores de Estado es un símbolo potente —y sobre todo importante— en un país como Perú, donde el tejido social es casi inexistente. Representan una honra al servicio público, una tradición que nos hace reflexionar precisamente sobre los valores que el líder homenajeado mostró y que como país admiramos y nos sirven de ejemplo. Pero si honramos a un criminal condenado como lo fue Alberto Fujimori, ¿qué mensaje damos sobre los valores que apreciamos? ¿Acaso la honra a un condenado no condona el comportamiento ilegal? ¿No es precisamente la validación de que en el Perú no pasa nada al romper la ley? ¿Y acaso no es una cachetada a nuestro convaleciente sistema de justicia en una de las pocas veces que logra una condena contundente y definitiva hacia un ex jefe de Estado?

Asimismo, en tanto estos símbolos son parte de la construcción de narrativas históricas, no podemos permitir que se usen para relativizar lo negativo de los legados, para lavadas de cara históricas que solo aumentan la probabilidad de que personajes de similar calaña retornen (por ejemplo, los vergonzosos reportajes sobre la muerte del exdictador).

Por otro lado, otorgar honores a un condenado atenta también contra el respeto que el Estado les debe a las víctimas. Guste o no a sus defensores, Alberto Fujimori estuvo condenado por crímenes de lesa humanidad, lo cual necesariamente se traduce en que el Estado peruano reconoce la existencia de víctimas, muchas con familiares aún vivos. Si una de las funciones esenciales del Estado es proteger a sus ciudadanos, ¿qué clase de negligencia es que este homenajee a quien probadamente ha atentado contra sus ciudadanos? No puedo ni imaginar la revictimización, dolor y sufrimiento que los deudos de las víctimas del fujimorato vivieron el fin de semana pasado al ver a las máximas autoridades de nuestro país rendir pleitesía al exautócrata.
Finalmente, puedo dejar de mencionar cómo estos eventos afectan la reputación nacional. En un sistema internacional que promueve la democracia, ¿qué imagen proyecta un país que honra a un autócrata? ¿Qué credibilidad puede tener Perú ahora (si es que tenía alguna, en primer lugar) para exigir que la dictadura venezolana respete sus resultados electorales mientras llora a su exdictador? Basta con ver la disonancia entre la cobertura de los medios internacionales y nacionales al cubrir la muerte de Fujimori para entender el papelón internacional que hemos hecho.

Por supuesto, debo reconocer que existirá oposición a la prohibición de estos homenajes. Algunos de los posibles argumentos en contra dirán que otorgar funerales de Estado, independientemente de las condenas, es una cuestión de respeto a la dignidad de la oficina de la Presidencia; que más allá de los crímenes (o “errores”, como a algunos les gusta relativizar), los aciertos de los gobernantes merecen gratitud; o que estos ofrecen una oportunidad para pasar la página y cerrar heridas hacia una reconciliación nacional.

Sobre el primer contraargumento, debo afirmar que no hay mayor falta de respeto a la dignidad del cargo que utilizarlo para cometer crímenes y defraudar a los millones de compatriotas que dieron el mandato privilegiado de gobernarnos bajo un cúmulo de reglas definido. Es, precisamente, la constante comisión de acciones contrarias a la ley desde la primera magistratura la que erosiona la dignidad del cargo y que contribuye al repudio merecido hacia nuestra clase política. Sobre el segundo aspecto, coincido con Diego Pomareda cuando afirma que debemos evaluar los logros de nuestros gobernantes no solo en función de sus resultados, sino también de los métodos utilizados para alcanzarlos. De lo contrario, seremos un país cuya máxima moral es que el fin justifica los medios. Y, finalmente, sobre el tercero, no puede haber una verdadera reconciliación en tanto no haya arrepentimiento ni disculpas por los crímenes, por lo que un funeral de Estado así alimenta más a la división que a la reconciliación.

En conclusión, debemos decidir si queremos conservar la absurda tradición de honrar a quienes, desde la más alta oficina del país, traicionaron nuestra confianza. ¿Vamos a seguir normalizando legados criminales, haciendo que las víctimas revivan su dolor mientras el mundo observa con incredulidad? Si no somos capaces de rechazar enfáticamente a dictadores y criminales, no tendremos derecho a quejarnos cuando sigan accediendo al poder y abusando de nosotros.