Cargando...
Opinión

El tranvía de la democracia, por Emilio Noguerol Uceda

"Que la trágica experiencia venezolana nos sirva de guía para la identificación oportuna de aquellos que, en casa, buscan envenenar el sistema hasta su destrucción".

larepublica.pe
Foto: difusión

El fraude electoral de Venezuela perpetrado por Maduro y sus huestes el 28 de julio nos debe llevar a la reflexión sobre la fragilidad de la democracia en nuestro país y, a su vez, la dificultad para revertir los avances autoritarios una vez que ocurren.

Tom Ginsburg y Aziz Z. Huq son los autores de un libro que debería ser lectura obligatoria para todo ciudadano preocupado en nuestra difícil realidad institucional (que, conforme al modelo constitucional, estamos todos sujetos a defender el Estado Constitucional de Derecho); se trata de How to Save a Constitutional Democracy (U. of Chicago Press, 2018), hoy traducido al español por Zela Editorial con el título de Cómo salvar una democracia constitucional.

Su capítulo IV es suficientemente ilustrativo para comprender a cabalidad las 5 medidas que se suelen promover —desde una aparente legalidad— para erosionar lentamente la democracia: 1) el uso de reformas constitucionales (parciales o totales), 2) la eliminación de los controles institucionales, 3) la centralización y politización del Poder Ejecutivo, 4) la contracción de la esfera pública, y 5) la supresión de la oposición.
El caso de Venezuela es de manual. Cuando Chávez llegó democráticamente al poder en 1998, usó la figura inexistente, en la Constitución de 1961, de la asamblea constituyente para diseñar reglas de juego más favorables para su régimen, como el fortalecimiento del poder presidencial con rasgos fuertemente militaristas, a través de la extensión del mandato, la reelección inmediata, el incremento de sus facultades y una mayor injerencia del Gobierno en la descentralización. Mientras duró dicho proceso, la Asamblea Nacional Constituyente suprimió el Congreso, intervino el PJ y reestructuró totalmente la administración estatal, todo bajo un engañoso, aunque efectivo velo democrático, pues, al fin y al cabo, tenía el apoyo popular traducido en votos.

Luego de la desaparición de Chávez, Maduro se entregó en cuerpo y alma a asegurar su supervivencia en el poder. Así, ante una mayoría opositora, los jueces chavistas del Tribunal Supremo hostilizaron su funcionamiento al punto de llegar a disolverlo mediante una sentencia por un supuesto desacato de sus integrantes.

Ante la presión interna de las protestas y la desaprobación de la Comunidad Internacional, se revirtió la decisión de disolver la legislatura, pero el golpe fue suficientemente efectivo como para trasladar a Maduro la capacidad de decidir sobre áreas vitales de la economía nacional (Zuñiga & Miroff, 2017).
Otra muestra clara de eliminación de controles institucionales es el gobernar por decreto para evitar el debate y la fricción producida en el Legislativo.

En tal proceso de intervenir el sistema constitucional para deformarlo en su beneficio, el chavismo también logró la centralización y politización del Poder Ejecutivo, mediante la purga progresiva de elementos adversos dentro del aparato estatal para cimentar una burocracia marcada por relaciones clientelares que lo terminen favoreciendo electoralmente: la administración pública como agencia de empleo a cambio de lealtades.

Por otro lado, Chávez apostó en el 2000 por invadir la esfera pública con su discurso “revolucionario” que calaba muy bien desde su afiebrado populismo, pero que no solo se sostuvo en su carisma y elocuencia, sino en una guerra frontal contra los medios de comunicación que incluyó la cancelación de licencias de transmisión (como ocurrió con RCTV), la restricción de nuevos espacios independientes, la expulsión de CNN, la violenta represión de las protestas (violando sistemáticamente los DDHH) y una programación estatal absurdamente invasiva, como el programa ‘Aló presidente’.

¿Cuál es el propósito de estas acciones? Combatir esa pluralidad de voces y pensamientos que cimenta la democracia liberal y la conduce hacia un ejercicio deliberativo sobre la cosa pública. Sin una discusión enriquecida por la diversidad se deforma el sistema político de entradas y salidas sobre el que teoriza David Easton, por lo que se vicia la comunicación efectiva entre el ciudadano (que aporta sus demandas) y su representante (que ofrece políticas de solución), pues ya las demandas no son auténticas, sino guiadas, dictadas por una maquinaria de propaganda estatal perversa.

Sobre la supresión de la oposición, se trata del mecanismo más evidente (y bochornoso) de atentar contra la democracia, pero también puede ser sutil y progresivo, Ginsburg y Huq (2018) exponen que el caso venezolano incluye una variedad de tácticas tales como la asignación desigual de tiempos en la propaganda electoral, los cambios repentinos en los locales y horarios de votación, la tacha de candidatos opositores, sus detenciones ilegales (López, Ledezma), la prohibición de observadores, la presión a los servidores públicos que forman parte de sus relaciones clientelares, la naturalización de inmigrantes para alterar la población electoral, el acoso de votantes por parte de las fuerzas del orden, entre otros.

Cabe incidir en que, como dicen los autores antes citados, “la erosión democrática es típicamente un proceso agregativo compuesto por numerosos cambios sutiles” que no siempre implican agresiones directas y evidentes, lo que la hace aún más peligrosa por su dificultad de detección. Pero el episodio que vive el pueblo venezolano de flagrante fraude avalado por el CNE consolida al régimen autoritario de Maduro en una dictadura; no deberían volver a molestarse en organizar elecciones para tal nivel de desvergüenza en la manipulación de resultados.
Como se evidencia, la erosión democrática suele ser pausada y gradual, por lo que los propios enemigos de la democracia, disfrazados de competidores honestos, para asegurar su victoria burlan el sistema para destruirlo desde adentro y a fuego lento. Recordemos, sino, la frase de Erdoğan, presidente de Turquía, quien en 1996 tuvo un exabrupto de honestidad al decir: “La democracia es un tranvía: cuando llegas a tu parada, te bajas”. Que la trágica experiencia venezolana nos sirva de guía para la identificación oportuna de aquellos que, en casa, buscan envenenar el sistema hasta su destrucción y cerrar filas ante sus eventuales postulaciones. Nadie que no crea en la democracia liberal debe tener la oportunidad de participar en una carrera electoral. Mis mejores deseos para que el Glorioso y Bravo Pueblo lance finalmente el yugo de esa tiranía que no respeta ni la ley ni la virtud ni el honor. Así han quedado desnudados varios; ningún demócrata puede ponerse de costado o taparse los ojos ante esta satrapía.