Emilia, Silvia, Cindy Arlette y Giorgina. Son cuatro mujeres peruanas pero tan diferentes. Emilia es alta, tiene los ojos claros, limeña, tuvo una educación privilegiada y una familia amorosa. Silvia es pequeña, recia, de pelo ensortijado y voluntad a prueba de alturas. Arlette es huamanguina pero una chica urbana, bluyines y una voz muy queda, susurrante. Giorgina también es de Ayacucho, pero de Vilcashuamán, tiene el rostro redondo y sonriente, es una mujer aguerrida con manos que se han dedicado a la tierra. Emilia fue abusada por un consejero de sus padres, una “especie de pastor” y felizmente sus amigas y su madre la ayudaron. Silvia fue sometida a violencia sexual de los 6 a 8 años de edad de manera sistemática y gracias a la decisión de salir del país y de escalar montañas, se ha reconciliado consigo misma. Arlette recibió los golpes y la furia de un exenamorado en un hostal y por la fuerza de su abuela Paulina, supo denunciar ante los medios. Giorgina fue violada por siete sinchis cuando tenía 16 años y salió embarazada; después de 35 años sigue creyendo en la justicia. Peruanas, bellas, valientes. Todas las mujeres de este relato han narrado sus testimonios en voz alta para que otras mujeres no tengan que pasar por lo mismo. La actriz Emilia Drago, la escaladora Silvia Vásquez-Lavado, la joven Cindy Arlette Contreras y la señora Giorgina Gamboa han sido abusadas sexualmente en un país con el más alto índice de violencia sexual en Sudamérica. No quiero volver a repetir los índices anuales, las edades de incidencia, los espacios geográficos y perfiles de los perpetradores. No quiero volver a referirme, como lo vengo haciendo desde hace muchos años, al machismo como el sustrato, la base, sobre el cual todas las prácticas violentas de dominación masculina se erigen y se justifican; no quiero volver a hablar de la connivencia del Estado, con su indiferencia y sus operadores judiciales cómplices, ni de los medios que azuzan la lubricidad de los varones y que acusan a las víctimas de sus propios daños. Todo esto es perverso, es inmoral. Pero debajo de la sentina que abona el albañal, en ese mismo lodo, nace como una flor extraña y hermosa la solidaridad de las mujeres. No sé si tú que estás leyendo estas líneas has pasado por lo mismo, espero que no. Yo también pasé por lo mismo, cuando tenía 13 años, confiando en el hermano mayor de un amigo. Un hombre que aún veo de lejos y cuya presencia me produce miedo, después de 40 años. Toda mi vida me he echado la culpa: me hicieron sentir que el abuso sexual me lo tenía merecido, que yo “era la sucia”. No es nada singular: nos ha pasado a muchas. “Contarlo me ha generado mucho alivio —dice Emilia Drago— es que es tan fuerte, a uno le queda como una cosa que no puedes sacarte… Fue como una violación al alma”. A su vez, Arlette Contreras ha tenido el valor de seguir saliendo a los medios y Giorgina Gamboa de llevar su caso a la Comisión Interamericana de DDHH. Y como dice Silvia Vásquez-Lavado: “Si nosotras mismas, las que hemos pasado abuso sexual, no lo decimos, seguimos permitiendo que esto sea aceptable”.