Políticamente correctos... y flojos

Mientras los fundamentalistas de #ConMisHijosNoTeMetas dan lecciones de cómo debe organizarse la sociedad civil para pelear por aquello que realmente le interesa (aunque lo que le interese sea una lista repugnante de prejuicios y oscurantismo), los millones de peruanos políticamente correctos, de esos que pueblan mi muro en el Facebook y mi timeline en Twitter, demostraron esta semana que, sí pues, son buenos para dar likes y despotricar de lo terrible que es la corrupción, que qué asco Toledo, que qué cínico García, que qué vergüenza ser el país más corrupto de América Latina, pero a la hora de los loros no son capaces de sacarse las pantuflas, dejar la laptop y acudir a una marcha de carne y hueso para defender sus propuestas.Porque, mientras los mojigatos esos se mandaron una marcha multitudinaria el viernes para ir a presentar al Congreso más de un millón de firmas para bloquear el currículo educativo con el cuento de que fomenta esa paparruchada denominada “ideología de género”, los progresistas de este país apenas si pudieron hacer una raleada marcha que no expresaba, en volumen, la fuerza de la indignación ciudadana desatada tras la erupción del chongo Odebrecht. ¿¡Por qué tanta diferencia si nosotros somos los buenos!? Para comenzar, los mojigatos de #ConMisHijosNoTeMetas y #LaMarchaPorLaVida o cualquiera de esas agendas cuya única finalidad es coactar la libertad del prójimo tratando de imponerle sus estrechos conceptos moralistoides, tienen algo a su favor: no se hacen ascos a la hora de juntarse con sus peores enemigos con tal de hacer bulto. Por eso, en sus marchas, bien organizaditas todas, no es extraño ver a un católico del Opus Dei marchando junto a un miembro de una de las iglesias evangélicas que le hacen ascos a la Virgen María y califican a los santos de “ídolos malditos”, porque lo que les importa es conseguir sus objetivos.En cambio en la Marcha contra la Corrupción, del jueves, nadie quería juntarse con nadie y, cual vecinas quisquillosas, descalificaban a todos los que no pensaban exactamente como ellos o condenaban a cualquiera por quítame estas pajas. Hasta hubo conatos de bronca, cuando de lo que se trataba es de demostrar era un repudio monolítico a la corruptela y un apoyo a los fiscales que están llevando adelante la investigación del caso.Es que los progres limeños no soportan la mínima disidencia, como ya hemos visto en #NiUnaMenos, colectivo cuyas integrantes bloquean e insultan a todo el que discrepe en algo. Sin embargo, los de #ConMisHijosNoTeMetas son capaces de tragarse tremendos sapazos, como, por ejemplo, no decir ni pío por las víctimas de los sacerdotes pederastas, con tal de no perder el apoyo de los activistas católicos que tienen en el tema de la pedofilia uno de sus peores talones de Aquiles.Por eso es que, a estas alturas, existe la sensación desalentadora de que las fuerzas más conservadoras y oscurantistas están ganando todas las peleas en nuestro país, a tal punto que no sería de extrañar si, mañana, leyes que, en su momento, nos parecieron un avance en materia de libertades, son derogadas y terminamos por las calles vistiendo burkas coloridas y caminando detrás de nuestros novios y/o maridos, sin derecho al voto y llenándonos de hijos no deseados.Es hora de que nos demos cuenta de que, aunque sea muy regio hacerse el progre en las redes sociales, pontificando como si fuéramos los guardianes de la moral y ridiculizando a todos los que piensan diferente, la verdadera pelea siempre se libra en las calles y, desde tiempos inmemoriales, las libertades se han dado a partir de movilizaciones masivas, no de marchas de cuatro gatos que ni siquiera saben caminar coordinados.Los más triste es que justamente sean aquellos contra quienes se pelea —aquellos que, si se les permitiera, nos mandarían a todos derechitos a la hoguera– puedan darnos lecciones de movilización social, algo que hasta hace algunos años parecía el dominio y la habilidad de las gentes más progres, las mismas que ahora parecen más ocupadas en mirar sus smartphones que en llevar a la realidad aquello en lo que –por lo menos en apariencia– creen.