¿Cómo nos cambia un fenómeno global como la pandemia de Covid-19? ¿Cómo afecta el comportamiento de la población y qué lecciones para el futuro podemos sacar de una experiencia tan abrumadora como esta? La psicoanalista Matilde Caplansky responde sobre cómo fue acostumbrándose a vivir con el virus, lo doloroso que ha sido perder seres queridos y las cosas que no dejará de hacer aunque el covid se vaya. Es un balance en primera persona.
¿Cuál ha sido su principal aprendizaje en estos casi 10 meses de pandemia?
Bueno, el primero de todos ha sido desarrollar la paciencia. Y de alguna forma, aprender a resistir. He comprendido muy bien el concepto de resistencia. Estoy pensando, por ejemplo, en la resistencia francesa contra los nazis, porque para sobrevivir hay que resistir. Y no solo tener resistencia física sino psíquica. Yo soy una privilegiada, pero el temor y el aislamiento son universales. Ahora, es cierto, una cosa es estar encerrado en un cuarto, sin luz y sin baño, y otra estar en una casa más grande.
¿Pasó sola la cuarentena?
Yo soy viuda. Y mi único hijo está en otra casa. Mis nietos viven en Suiza, mis bisnietos también. Pero tengo tres personas que me cuidan.
Así que ha estado asistida.
Sí, muy asistida y muy cuidada. Y aparte de eso, ellos se encargan de mis medicamentos y mis alimentos. Pero también ha sido importante tener mucha vida por zoom, o con ustedes, los periodistas, a través del teléfono. He estado en una situación de privilegio, pero este es un trauma colectivo del cual aún no damos cuenta. Todavía estamos en modo pandemia. Cuando empecemos a elaborar el trauma que esto ha dejado en cada uno de nosotros, será otra cosa. Pero por ahora seguimos en modo pandemia. Y si sumamos a eso las desgracias de nuestra política, es como si tuviéramos dos pandemias.
¿La pandemia nos vuelve más desconfiados unos de otros?
Sí. Totalmente. Piense en el tiempo que nos tomamos en lavar y desinfectar lo que llega por delivery, algunos se pasan horas en eso. Y no tenemos ningún pudor en hacerlo delante de otros, con la lejía y el bidón de alcohol al costado. Quien se asome a la puerta, será bañado con todo eso. Ahora, piense en cuando sale a la calle, estamos pendientes de quién viene del otro lado, para cambiarnos de vereda. Es eso, estamos permanentemente atentos a la presencia de otras personas, a ver si tienen mascarilla, todo es muy tenso.
Es como si toda la ciudad fuera una zona peligrosa.
Es así. Una vez pasé con mi auto por Barranco. En la puerta de un departamento de un primer piso vi a unos chicos de treinta años tomando trago y comiendo piqueos, sin mascarillas. Yo estaba dentro del auto, ni siquiera me bajé, pero huí. Y no es que seamos psicóticos, es lo normal, lo que pasa es que hemos aprendido a ser cuidadosos. ¿Tú te acuerdas de la epidemia del cólera?
Sí, claro.
Y la controlamos. Porque cumplimos a la perfección las recomendaciones.
Se hizo muy popular el uso de la lejía.
Sí. Como ahora. Si prácticamente vivimos dentro de un frasco de lejía. La usamos para todo.
¿Qué le pasa a las relaciones interpersonales en una situación como esta? ¿Cómo hace la gente para enamorarse en medio de la pandemia, para desarrollar su sexualidad?
Allí uno debe hacer un paréntesis. Sería interesante saber si ha habido muchos enamoramientos en esta época, yo pienso que menos. Salvo que sea un ‘coup de foudre’, un destello de esos que pasan una vez en la vida, pero aun así creo que hemos sido cuidadosos.
¿Y cómo se desarrollan esas relaciones?
Qué complicado. Piense solamente en la posibilidad de besarse, algunos lo harán y otros no. No sé, uno no se mete a un gileo sin saber bien de lo que se trata. O pensémoslo de una manera más justa: en este momento te metes a gilear menos.
Así que el índice de gileo ha bajado.
(Se ríe) Es muy posible.
Hemos tratado de acortar distancias unos de otros ayudados de la tecnología, ¿eso nos pasará factura después?
Eso es interesante. Del primer zoom que tuve a los de ahora, hay una enorme distancia. El zoom es la manera actual de vernos, o el Facetime. Mire, yo trabajo con gente que está en el extranjero y para nosotros es muy natural el zoom, es como volver a estar en presencia de alguien. Y a veces me pasa que me olvido que estoy en internet.
Ah, vaya.
Sí, recién ahora que estamos por teléfono me doy cuenta de que ya hay una naturalidad en eso del zoom. Empecé aterrada, fría, pero ahora es mi manera de interactuar con la gente.
Cuando pase todo esto, ¿no nos parecerá raro no vernos a través de pantallas?
Habrá que hacer un desaprendizaje, pero de aquí a que eso pase, vamos a esperar uno o dos años.
¿Qué costumbre ha adquirido estos meses que seguirá usando incluso después de que se vaya el virus?
Bueno, una de ellas es el consultorio virtual. Yo vivo en Chacarilla, pero la mayor parte de mis pacientes viven en Barranco y Miraflores, y venir hasta acá es un viaje. Así que voy a seguir atendiendo por la computadora. Creo que tomar las cosas presenciales va a ser optativo. La otra cosa es el delivery. Ya no llevo plata en la cartera, todo lo hago por transferencia. Prefiero no agarrar plata ahora.
Este debería ser un momento estelar para la ciencia, han desarrollado vacunas en menos tiempo de lo que lo habían hecho antes. Sin embargo, surgen voces que ponen en duda estos logros, con argumentos deleznables.
Bueno, es que el tiempo que han empleado es corto. Todos tenemos un mínimo de información sobre las vacunas y el tiempo que se emplea para desarrollarlas es largo. Se necesitan años de pruebas. Entonces, da un poco de miedo, que es entendible. A mí personalmente me da miedo. Yo no sé si me la voy a poner. Por mi edad, eso va a depender de lo que digan mis médicos.
¿Es usted una persona religiosa?
En principio, por formación, no. Pero sí tengo lo que podemos llamar de una manera cursi un grado de espiritualidad.
Es una cosa personal, que no responde a ningún credo.
Sí, es algo personal. Pienso mucho en la muerte.
¿Más en estos días o siempre ha sido así?
No, desde que empezó la pandemia. Es un pensamiento presente todo el tiempo.
¿Ha tenido muchas pérdidas?
Muchas, de muchos amigos y muchos conocidos. Ha sido una cosa muy dura y muy penosa.
¿Y ser religioso ayuda en estas circunstancias?
Yo supongo que sí. Yo soy cuarta generación de agnósticas y mi madre solía decir: “Qué bien se lo traen los católicos, porque creyendo no tienen miedo de nada”.
Hablemos un poco del país. La pandemia ha desnudado el grado de desigualdad que existe en todas partes. Hay gente que puede pagar una clínica si se contagia y otra que ha muerto en casa porque no ha accedido a una cama en un hospital público.
Yo creo que nos hemos dado cuenta de las clases económicas, sociales y también del grado de civilización de las personas. No pongamos el acento solo en el dinero y la clase social. Una persona muy rica puede ser un prepotente que no usa mascarilla y hace barbaridades, mientras que una persona pobre cumple las indicaciones. Eso ya pasa por el alma de cada persona y su grado de civilización. Y eso es lo que hay ahora, un choque de grados de civilización, como dice Norbert Elías en su ensayo La soledad de los moribundos. Yo veo eso. Hay gente muy humilde que se ha cuidado muy bien. Y otras personas, muy ricas, que se murieron porque fueron al bautizo de los nietos. Yo vi un caso así, por agosto.
¿Sacaremos algo bueno de esto? ¿Esa discusión sobre la necesidad de mejores servicios de salud y educación brindados por el Estado se quedará entre nosotros?
Pues debería quedar. La crisis de la educación es mundial, es como la pandemia, no solo es el Perú. No hay cursos de historia, de ciencia, no estudian nada. Hay que revisar el programa de los colegios de primaria, no aprenden nada los chicos.
Tras la vacancia del presidente Vizcarra, hubo movilizaciones muy grandes, ¿por qué las personas decidieron participar en marchas tan grandes a pesar de la pandemia, qué mecanismos se activan allí?
Principalmente la discriminación, la corrupción. Pero también hay algo que no se ha dicho. Todos estaban muy aguantados en las casas, y eso fue un gatillo para que todos los jóvenes salieran. Pero, ojo, yo no quiero quitarle el mérito a su motivación y su acción. No quiero poner el acento en eso, porque me parecería mezquino.
No, no. Eso se mezclaba con sus convicciones políticas.
Claro, marcharon con un sentido y lograron algo muy bueno. Me alegra mucho su reacción. Ese fue un golpe de reanimación en las clases jóvenes. Me conmovió mucho todo lo que pasó, lo aplaudí, los acompañé como pude. Yo me sentía igual de 20 años, esa fue una inyección de fuerza, de valor, de indignación. Era una causa justa. Como decía mi abuela Matilde: “Quien no es revolucionario a los 20, es que no tiene corazón. Y quien no es conservador a los 40, no tiene cabeza”.
¿Volver a como estábamos antes de marzo de este año sigue siendo una utopía?
No creo. Las cosas pueden cambiar. También dependerá de los jóvenes. Y se puede ser joven mucho tiempo en la vida, eso dependerá del espíritu. Yo soy una persona de la quinta edad, pero tengo un espíritu bastante joven. Eso se conserva, es como el ritmo. Hay gente mayor a la que le pones un mambo y se pone a bailar. El ritmo se queda, aunque tengas 80 años.
¿Qué es lo que más extraña del mundo prepandemia?
Lo primero es viajar. Pero no solo viajar, sino la libertad. Esa libertad de poder moverte y visitar a tu gente, y la libertad de poder ser visitada. Y luego la confianza. El miedo nos hace ser desconfiados, eso es triste.