Edmund Wilson publicó decenas de libros –artículos, ensayos críticos, polémicas, un largo estudio sobre la literatura de la guerra civil de Estados Unidos, Patriotic Gore, y sus diarios personales, bastante sicalípticos. En toda esa obra extraordinaria destaca To the Finland Station, que lleva como subtítulo Un estudio sobre escribir y actuar en la Historia, aparecido en 1940. Se trata de un libro absolutamente actual, que se puede leer y releer como las grandes novelas, y que, con los años transcurridos desde su publicación, ha ganado encanto y vigor, igual que las obras maestras literarias.
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Su propósito es narrar, como lo haría una novela, la idea socialista, desde que el historiador francés Michelet descubrió a Vico y sus tesis de que la historia de las sociedades no tenía nada de divino, era obra de los propios seres humanos, hasta que, dos siglos más tarde, una noche lluviosa, Lenin desembarca en la estación de Finlandia, en San Petersburgo, para dirigir la Revolución rusa. Es un libro de ideas, que se lee como una ficción por la destreza y la imaginación con que está escrito, y la originalidad y la fuerza compulsiva de los caracteres que figuran en él –Renan, Taine, Babeuf, Saint-Simon, Fourier, Owen, Marx y Engels, Bakunin, Lassalle, Lenin y Trotski– que, gracias al poder de síntesis y la prosa de Wilson, se graban en la memoria del lector como los personajes de Los Miserables, Los hermanos Karamasov o Guerra y paz. Se trata de una obra maestra que, por razones políticas, fue marginada, pese al altísimo valor que tiene desde el punto de vista literario.
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La idea socialista es la idea de un paraíso sobre la tierra, de una sociedad sin pobres ni ricos, donde un Estado generoso y recto distribuiría la riqueza, la cultura, la salud, el ocio y el trabajo a todo el mundo, según sus necesidades y su capacidad, y donde, por lo mismo, no habría injusticias ni desigualdades y los seres humanos vivirían disfrutando de las buenas cosas de la vida, empezando por la libertad. Esta utopía nunca se materializó, pero ella movilizó a millones de personas a lo largo de la historia, y produjo huelgas, asonadas y revoluciones, violencias y represiones indecibles, y, además, un puñado de personajes fascinantes que trabajaron hasta la locura por encarnarla en la realidad. El resultado de esta odisea irrealizable fue que, en gran medida, gracias a las luchas que motivó, ella sirvió para corregir buena parte de las injusticias feroces de la vieja sociedad, y para que la clase obrera y sus sindicatos renovaran profundamente la vida social, adquirieran derechos que antes se les negaban, y fueran transformando la economía y las relaciones humanas de manera radical.
Probablemente el hombre más odiado por Lenin fue Eduard Bernstein, el líder de los socialdemócratas alemanes, a quien acusaba de “oportunismo” y “reformismo”, palabras terribles en la jerga marxista. ¿Por qué ese odio? Porque Bernstein, en efecto, pasó de revolucionario a reformista, gracias a las concesiones que el poderoso movimiento obrero alemán había ido arrancando a la burguesía: mejores salarios para los obreros, colegios y hospitales, niveles de vida que se confundían con los de la baja clase media, reconocimiento y protección legal para los sindicatos. En este entorno era un delirio seguir postulando la revolución total. Pero Rusia no era la Alemania socialdemócrata. Allí había un Zar y una policía que asesinaban y torturaban a mansalva y campos de concentración en el Polo Ártico, donde los revolucionarios pasaban muchos años si sobrevivían a la hambruna y al frío. Lenin y la increíble Krúpskaya estuvieron detenidos allí. En este contexto, las tesis socialdemócratas de Bernstein no tenían razón de ser, prevalecían las de Lenin: un partido de militantes revolucionarios que exigía “todo el poder” para hacer las reformas que cambiarían la sociedad rusa de raíz y, esto lo añado yo, crearía la sociedad totalitaria más perfecta de la historia. Esta es sólo una de las innumerables rupturas y enemistades que la lucha por la idea socialista generó. Y, acaso, no sea tan luminosa y novelesca como la que separó a Marx y Bakunin, o a Marx y Lassalle. El anarquista Bakunin fue inmensamente popular; en las cárceles perdió los dientes y los músculos, pero no la convicción y caminando por media Europa divulgó –y le creyeron– su doctrina básica: que “la destrucción” era una idea fundamentalmente creativa.
Otras páginas inolvidables en el libro están dedicadas a la extraordinaria amistad que unió a Marx y a Engels; la descripción que hace Edmund Wilson de la generosidad y la entrega de Engels a Marx y su familia, convencido de que éste cambiaría la historia de la humanidad, es imperecedera. Engels no sólo mantiene a los Marx por largos años; llega a escribir las crónicas para el periódico norteamericano que contrató a Marx como colaborador. Es imposible, leyendo este capítulo, no sentir por Engels la misma simpatía y reconocer su discreto heroísmo, como hace Edmund Wilson en páginas conmovedoras. Engels odiaba ser empresario en Manchester y se sacrificó varios años a ese oficio, para que Marx pudiera escribir el primer volumen de El capital. El segundo, fallecido Marx, resultó más difícil de redactar, pese a que éste había dejado muchas notas y fragmentos. Inició la tarea el propio Engels, pero no pudo terminarla, abrumado por la enormidad de la empresa, y la concluyó, finalmente, Karl Kautsky. Todos estos episodios tienen, en el libro de Edmund Wilson, color, gracia, la convicción de que detrás de esos oscuros y minúsculos acontecimientos se daban pasos decisivos para la transformación de la historia humana. No era exactamente así, pero en el libro lo es, y uno de sus grandes méritos es convencernos de ello.
Al mismo tiempo que creaban tipos extraordinarios, fuerzas de la naturaleza, como el anarquista Bakunin y el socialista Lassalle, las luchas sociales iban renovando Europa y los sindicatos y partidos políticos obreros transformaban la sociedad, volviéndola menos injusta. Salvo Rusia, donde, sobre todo el Zar Alejandro III, no hizo nunca la menor concesión y prosiguió con la ferocidad de antaño la persecución de adversarios, moderados o intransigentes. De este modo, cavó su propia tumba y embarcó a su país y al mundo en la aventura más ruinosa. Todo esto ocurre en Hacia la estación de Finlandia sin que Stalin adquiera todavía poder ni la revolución haya mostrado su cara más horrible: la liquidación de los disidentes, reales o inventados. En sus últimas páginas Lenin y Trotski son amigos, se respetan mutuamente, y este último acaba de publicar un ensayo vibrante: 1905.
Trotski no tenía la convicción fanática de Lenin, ni estaba dispuesto a los más trágicos sacrificios para sacar adelante la revolución; era más culto y mejor escritor. Pero las revoluciones no las hacen los hombres de cultura sino los revolucionarios y Lenin lo fue en cuerpo y alma, con la ayuda de Krúpskaya, exigiendo a los militantes que no olvidaran un solo instante la idea de la revolución y estuvieran dispuestos a hacer por ella todos los sacrificios.
El libro da cuenta de las teorías encontradas, las rivalidades y enemistades, las vanidades en juego, las intrigas y pellejerías que regulaban la vida de esos grandes hombres, y, al mismo tiempo, cómo, trabajando por la justicia, se iban cuajando las futuras injusticias. Ese equilibrio difícil entre tipos humanos y conductores de masas Edmund Wilson lo resuelve de manera soberbia, destacando, por ejemplo, en el caso de Marx, la miserable vida que él y su familia llevaron viviendo en dos cuartitos de Soho y la fantástica transformación social de la que aquél tenía la absoluta convicción de ser portaestandarte. Hubo una antigua edición de Hacia la estación de Finlandia en español, que pasó casi desapercibida. Ahora, en una traducción perfeccionada, Debate la edita de nuevo. Preparémonos a recibir dignamente esta obra excepcional.