—Golpéame acá —.
Un hombre exuberante y moreno, con barba de candado, en pantalón y guayabera, le ha pedido a una niña de 13 años, con la palma abierta, que le lance un puñetazo.
No se trata de un abusivo ni de un trastornado sino más bien de un director de cine que necesita una última prueba —algo extravagante— para convencerse de que aquella púber merece el papel protagónico.
Rosa Isabel Morffino cree que con haber llorado basta. Que el sacrificio de traer a su memoria el hecho de no haber conocido a su padre es suficiente. Que cantar en japonés como le han enseñado las monjas en el internado de Villa María del Triunfo ha cautivado a aquel tipo macizo.
Pero no. Más allá de sus dotes dramáticos o su simpatía, Fernando Espinoza quiere saber qué tan duro puede pegar una mujer que deberá comportarse como un hombre.
No está para caricias, desde luego. Entonces, Rosa estira el brazo lo más fuerte que puede. Cierra los ojos. Chirria los dientes. Y Espinoza se va para atrás. La rabia le ha pegado en la mano, y no ha podido asimilar el impacto.
Es 1988, y hacer cine en el Perú es una cuestión de resistencia. La patria está atrapada entre dos fuegos (el Estado y el terrorismo). La crisis nos consume, y no pocas familias se aventuran al extranjero en busca de algún destello de esperanza. Somos la Venezuela de esos tiempos.
Aun así, en una oficina en Lince, cerca al parque de los Bomberos, un grupo de realizadores piensa que es mejor sacarle partido a la desgracia. Retratarla en lugar de esconderla. Un mes después del puñetazo, a Rosa le comunicaron que había conseguido el papel. Aún no lo sabía: salvo su familia, nadie más volvería a llamarla Rosa Isabel. Sería ‘Juliana’ para siempre.
Rumbo a los 40 años
Treinta años después, ‘Juliana’, ‘Cobra’ y ‘Clavito’ comparten el mismo patio otra vez. Los niños actores tienen más de cuarenta años, y por lo menos más de dos hijos. La vida, inclemente, ha hecho su trabajo.
Nos encontramos en las oficinas del Grupo Chaski, en Chorrillos, al pie de uno de los acantilados de la Costa Verde.
Como toda institución con historia, sus paredes son su mejor mural. Los afiches de sus tres largometrajes y una veintena de documentales apaciguan su horror al vacío.
No son afiches colorinches. Tampoco exhiben a algún famosillo de la farándula local. Son, lo que dicen, gente de a pie. Como tú o como yo. Realismo urbano. Espejos de la ciudad.
Alguna vez existió este tipo de cine en el Perú. Un cine que emocionaba, entretenía y te dejaba pensando. No había tanta chatarra cinematográfica. Se cumplía en cierta forma una de las prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro: Donde empieza la felicidad, empieza el silencio. Si no éramos tristes, por lo menos éramos caóticos.
A un suizo eso le resultó enigmático. Luego de leer El niño de junto al cielo de Enrique Congrains, un cuento sobre un niño andino que vino a Lima a vivir en el cerro San Cristóbal, Stefan Kaspar supo que quería esa historia para una película. Pero supo sobre todo que debía conocer el Perú. Que no había otra manera para materializar sus planes.
Pisó Lima en 1978 con un par de cámaras, uno que otro equipo, y un presupuesto medianito. Se sumaron a su proyecto tres peruanos María Barea, Fernando Barreto y Fernando Espinoza, y un uruguayo que llevaba una buena cantidad de años en el país: Alejandro Legaspi.
Aquel fue el tronco de Chaski en sus primeros años. Un colectivo que se había propuesto, desde su nombre, a llevar el cine a todos los rincones del Perú.
Su primer mediometraje fue Miss Universo, una crítica al sexismo y a nuestra trasnochada idea de belleza. Estaba escrito que aquel 1982 vería la luz ‘Gregorio’, el niño migrante, apaleado por la capital, inspirado en el cuento de Congrains.
Y siete años después, ‘Juliana’, una niña abusada por su padrastro que huirá de su casa para rebuscárselas, en la calle, con una gavilla de niños achorados. Y que tendrá, inevitablemente, que hacerse pasar por hombre para ser aceptada.
“Juliana se va a quedar (conmigo) hasta el día que me muera. Es lo más maravilloso que me ha tocado vivir”, dice Rosa Isabel Morffino poniendo la cuota de seriedad, en una mañana de muchas risas.
Cada vez que ‘Clavito’ (Edwar Centeno, hermano de ‘Juliana’ en la película) se junta con ella y con el ‘Cobra’ (David Zúñiga, antagonista del filme), Alejandro Legaspi y Javier Portocarrero viajan al pasado. Esa suma de instantes en la que se aproximaron a la felicidad. Ni Kaspar ni Espinoza habitan este mundo. Ambos se marcharon con las claquetas y los guiones bajo el brazo. Espinoza murió en el 2002 de un ataque al corazón después de terminar el rodaje de un documental mientras que Kaspar tuvo un desenlace similar en octubre de 2013 cuando dictaba un taller durante un festival de cine alternativo en Bogotá, Colombia.
Finales súbitos y poéticos.
En estos 37 años, Chaski se separó y se volvió a unir. Por la desaparición de la Ley de Cine y por discrepancias entre sus miembros. Si están de vuelta es por iniciativa del propio Kaspar en el 2004, y por su viuda, María Elena Benítes, productora de cine, que vive en la segunda planta de las oficinas de Chaski.
Los vientos no siempre han sido favorables, pero la obra de Chaski ha envejecido con frescura y sabiduría. ‘Gregorio’ y ‘Juliana’ se han convertido en dos clásicos del cine nacional.
Por ello, la reciente edición del Festival de Cine de Lima les rendirá un justo homenaje en su clausura. Y por si fuera poco las exhibirá en su versión remasterizada junto a Miss Universo.
“El homenaje lo hemos recibido con mucho entusiasmo porque significa que el esfuerzo que empezamos en el 82 no ha sido en vano”, dice Legaspi, quien en el 2015 dirigió en solitario La última noticia, el tercer largometraje de Chaski en su historia.
En el mismo festival se estrenará Kukama, la lengua de mis abuelos, el documental más reciente de Legaspi y el colectivo, sobre un profesor que cruza el río Marañón para enseñar en una comunidad indígena a doce horas de Iquitos.
“Más que remontarnos al punto de partida, quiero remontarme al punto en el que nos encontramos hoy”, dice Javier Portocarrero, productor de Chaski, vinculado desde 1985, cuando ingresó como un asistente.
Portocarrero está en lo cierto. Desde hace varios años cuentan con una red de microcines en nueve regiones del Perú: Cusco, Trujillo, Puno, Ayacucho, Áncash, Apurímac, Piura, Iquitos y Lima. Ya desde los ochenta tenían el ímpetu de conectar a los pueblos mediante la magia de una pantalla, pero ahora han vuelto estable lo itinerante.
Cine comprometido. Cine de los oprimidos, ciertamente, influencia por el neorrealismo italiano y una corriente latinoamericana que se tejió en los setentas. Películas que uno puede ver cuchucientas veces sin perder un gramo de asombro. Películas que han quedado inscritas en las efemérides. Películas que siempre tendrán algo que decir.
Treinta y siete años después, todavía siguen allí.