Rossana ReguilloDoctora en Ciencias Sociales, académica, cronista y bloguera. Activista de Derechos Humanos.,La Primavera árabe, el 15M español, los universitarios en pie de guerra por los crímenes de Ayotzinapa, el movimiento #YoSoy132, el Ni Una menos, las últimas revueltas en Argentina en apoyo a los mapuches, la indignación por el asesinato de Santiago Maldonado, la organización autónoma en el último terremoto mexicano. Y también ese cartel en una de las últimas manifestaciones contra el indulto en el Perú: “No puedo creer que en 2018 siga marchando contra Fujimori”. Entender los desafíos de las nuevas formas de "cuerpamiento" social y de protesta colectiva es una de las motivaciones de Paisajes insurrectos (jóvenes, redes y revueltas en el otoño civilizatorio), el nuevo libro de Rossana Reguillo (Guadalajara, México, 1955), la académica y activista mexicana, a quien fuimos a buscar para que nos cuente cómo puede la cultura y acción política de los jóvenes que hoy salen a la calle contra el fujimorismo unirse a esta inmensa red de insurgencias del siglo XXI. ¿En qué tipo de movimiento tendrían que mirarse los jóvenes peruanos? Me parece que asistimos a lo que en el libro llamo “insurrecciones 2.0”, una metáfora para aludir justamente a las nuevas formas de protesta y articulación del malestar colectivo, que combina la presencia en las calles y el uso de las redes. Pero algo muy interesante es que se trata de expresiones con una carga de memoria importante, puede ser que hayan nacido después del fujimorismo, por ejemplo, pero conservan la memoria de lo intolerable, de lo justo, de lo no negociable. En México, el movimiento Yo Soy 132 es un estallido de indignación que conserva la memoria de lo que ha significado el PRI en este país; el 15M no es un movimiento contra el franquismo, pero en su ADN está la memoria de la dictadura. Me parece que las y los jóvenes peruanos encontrarán la forma de estar juntos en la protesta y en la imaginación de futuros. Hay varias formar de llevar al inmovilismo a una sociedad, una de las más eficientes y probadas es la del miedo. ¿Qué hay más fuerte que el miedo? El miedo es una emoción muy poderosa, de hecho, junto con la esperanza, se considera una de las emociones primarias de las que se derivan, lo que el filósofo Baruch Spinoza llamó “pasiones tristes”. Se ha utilizado como una estrategia de gestión política, como una forma de gobernar; sin embargo, están las pasiones alegres, esas que emergen cuando coincido con la otra y el otro en una demanda, en una lucha, en una utopía. El estar juntos y experimentar la potencia de los cuerpos, es más fuerte que el miedo. En México hay muchas voces y cuerpos que denuncian la terrible situación del país y trabajan por un mejor futuro, las consecuencias son muchas veces mortales, el miedo no desaparece pero hay colectivos de periodistas, de activistas, de académicos que apuestan por romper el cerco de ese miedo y del silencio. Otra forma de minar la potencia de una sociedad que se empodera colectivamente es el discurso hegemónico, que criminaliza, desvalora o invisibiliza. ¿Cómo se le da la vuelta a este discurso? ¿Cómo desmontamos el estigma del terruco –o el del vago, el inconsciente y hasta el joven, que es deslegitimado y culpabilizado precisamente por ser joven–, aplicado a toda aquella persona que disiente públicamente? Este es un tema complicadísimo, porque la criminalización, desvalorización o invisibilización de ciertos actores sociales, como jóvenes que protestan, no solo proviene del discurso hegemónico o de los medios de comunicación aliados a los poderes, sino que se alimenta de imaginarios (y miedos) muy arraigados en las sociedades, por eso es tan difícil intervenir estas narrativas. Beatriz Sarlo, la intelectual argentina, ha dicho “con el imaginario no se discute” y estoy de acuerdo, no se puede discutir (racionalmente) con la idea, por ejemplo, de que los jóvenes protestando en las calles no son vándalos o flojos sin oficio, pero sí se puede interrumpir esta narrativa, de hecho en el reciente ciclo de protestas globales vemos claramente cómo la sociedad ha logrado apropiarse y gestionar modos de comunicación, imágenes, memes, videos, notas, que desestabilizan el monopolio de la “verdad” mediáticamente interesada. El desafío pasa por desmontar nuestros propios imaginarios y nuestros propios miedos. Se desmontó en el terremoto de México… Sigo maravillada del proceso. Coordino los trabajos en un laboratorio de la Universidad del ITESO, dedicado al análisis de redes y big data, Signa_Lab, así que pudimos apoyar en la elaboración de mapas digitales para ubicar daños y centros de acopio, pero lo interesante fue presenciar en tiempo real cómo –otra vez los jóvenes–, organizaron la solidaridad a través del espacio digital para hacer llegar la ayuda a las zonas afectadas en Puebla, Oaxaca, Ciudad de México; esto fue decisivo y marca una diferencia con respecto al pasado, sin duda se trata de la misma generosa solidaridad, pero el uso de las herramientas digitales es clave. Paralelamente a las movilizaciones masivas hay aquí una gran polarización. Hoy el rechazo al indulto en la calle contrasta con más del 50% de aprobación en las encuestas. ¿De qué pueblo hablamos cuando salimos a la calle y hablamos del pueblo? ¿Cómo pasar de la imaginación indignada a la autoorganización política, de la consigna a la micropolítica, del hashtag al asalto del poder? Ojalá hubiera una respuesta clara a todo esto, no tengo la certeza de que lo que nos saque de esta situación sea el “asalto al poder”, me parece que la tarea es mucho más a largo plazo y complicada, es construir día a día otras formas de entender y vivir la vida cotidiana, veo muchas evidencias de que hay un proceso intenso y planetario en torno a lo micropolítica y veo esfuerzos de autoorganización, lo planteo un poco al final de mi libro, no se trata de resetear al sistema, sino de interrumpir al sistema, cambiar las preguntas. No es posible, me parece, asaltar el poder si antes no cambias las estructuras.