Florence Goupil (Lima, 1990) es francoperuana, habita dos mundos. Su padre es francés y su madre es cusqueña. Su abuela materna, huancavelicana, quechuahablante. Ella es fotógrafa, porque siempre quiso serlo. Dice que la fotografía, la fuerza de la imagen, siempre ha estado presente. Cuando era pequeña, y aún no viajaba a Europa, imaginaba cómo era Francia. Las fotografías que había en casa sobre sus abuelos y familiares europeos eran como retazos para elaborar una imagen mayor y querida.
“Sí, construí una identidad a base de esas fotografías”, dice Florence, reconocida fotógrafa y exploradora de National Geographic, colaboradora de El País y la BBC.
Su vocación de fotógrafa no fue una decisión pensada. Le llegó como un mandato íntimo, vital, incluso a contracorriente de sus deseos profesionales.
“Cuando era grande, leía mucho a Pérez-Reverte y quería ser fotoperiodista, irme a la guerra, pero ese sueño se modificó porque en Francia me resultaba difícil ser periodista. Estudié artes plásticas en la escuela de Rennes”, cuenta Florence.
Pero todo cambió cuando tuvo una cámara en sus manos. Sintió por ella un amor instantáneo. Era la herramienta para el lenguaje con el que quería relacionarse con el mundo.
Tenía 20 años y vivía al noroeste de Francia, en la región Bretaña, tierra de su padre. Había ríos y bosques.
“Es una región muy parecida al Perú. Mi padre me llevaba a pasear allí y yo no dejaba de pensar en el Perú, lugares que quería conocer. Yo decía, si no tomo la decisión ahora -ya había acabado la carrera–, me voy a quedar aquí para siempre. Y eso me aterraba”, dice la fotógrafa.
Sentía que ya había descubierto su lado francés, lo tenía claro. Lo que le faltaba conocer era la historia de Elisa Quispe, su abuela materna, en el Perú.
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“Y eran historias llenas de mitos y leyendas, todo eso que a una le nutre cuando escribe o hace sus cosas”, dice Goupil.
Así, en su imaginación, interpolaba los bosques de Bretaña con los paisajes andinos de su abuela. Dos mundos naturales en orillas distintas, dos extremos parecidos. Ella sabía que solo tenía que cruzar el puente. Y lo cruzó. Florence Goupil se vino a vivir al Perú.
A su regreso, se internó en los Andes. Siguió la huella de su abuela y trabajó un proyecto fotográfico sobre el maíz. Registró escenas de la vida campesina sin dejar de lado la dimensión de los mitos, que están presentes en la existencia cotidiana.
Pero ella se encaminó también a los bosques amazónicos porque conoció en Lima a una pareja shipibo-conibo, Gabriel Senencina y Celinda Cahuaza, quienes se convirtieron en amigos y guías. Y no solo para adentrarse en la geografía de la selva sino también al mundo imaginativo de esa comunidad amazónica.
“Son como mi familia. Los visitaba en su comunidad de Cantagallo, en Lima, pero también viajamos a Pucallpa. Ellos me enseñaron que había otra forma de narrar y entender el mundo. Con ellos que empecé a hacer fotos más personales”, explica Florence.
Y gracias a premios y becas financiados por National Geographic, Getty Images Reportage o Pulitzer Center, trabajó con los shipibo-conibo proyectos como “Diálogo con las plantas” junto con Teo Belton.
“Entendí que ellos son muy visuales. Pero también están convencidos de que cada planta tienen su dueño, un espíritu. Para ellos las plantas son como personas y hay que respetarlas”, explica Florence.
Ella es testigo de cómo afrontan la pandemia con sus plantas medicinales. Se han organizado en el llamado “Comando Matico” para proveer plantas curativas a la comunidad.
“Pero la pandemia es una amenaza contra esa sabiduría. El virus está matando a los ancianos, a los que poseen todo el conocimiento de las plantas. Al morir ellos, se corre el peligro de que se pierda ese saber ancestral”, dice.
Pero no solo es la pandemia. Goupil afirma que las iglesias evangélicas, como una extirpación de idolatrías, prohíben la práctica de sus tradiciones con amenazas divinas.
“No los dejan ser. Como ve, es problema ser indígena en el Perú”, concluye Florence Goupil.
(Seguir a Florence en https://www.instagram.com/florence.goupil)
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