Escribe Alonso Cueto.,Volver al Perú, el país donde vivo hace mucho, es sin embargo siempre una sorpresa. En esta ocasión ha servido para recordar que tenemos muchos villanos (en el Congreso y el Poder Judicial, por ejemplo) pero también unos cuantos héroes, como Gustavo Gorriti, Rosana Cueva y la gente de Ideele. Oigo los rumores de los audios sobre el CNM en la cola, que se convierte en una plaza de rumores. Pronto la conversación se disuelve pues el proceso de migraciones se ha agilizado lo suficiente. El siguiente paso es esperar la maleta. La relación que tenemos con nuestras maletas es selectiva. Las maletas son una antología de nuestras necesidades y apetencias íntimas. Allí están la ropa, los libros, los regalos, los enseres que escogemos como esenciales. Una maleta nos hace recordar quiénes somos. No es casual que el reencuentro, ese baúl de nuestra intimidad, se convierta en el alivio final. Estamos otra vez con nosotros mismos. Por eso esperar que aparezca la maleta siempre es un ritual colectivo. Ahora el aeropuerto tiene un letrero que anuncia la “hora estimada” de entrega de las maletas. Poco antes de llegar al círculo de la espera (un montón de gente de pie, esperando que aparezca la suya, pensando por qué diablos no hay algunos asientos para las personas que no pueden estar de pie tanto rato después de un viaje largo). En la franja metálica, las maletas van apareciendo como niños obedientes, saliendo de una marcha escolar, listos para que sus padres los recojan del colegio y los lleven a casa, después de una larga jornada. Algunos pasajeros recogen triunfales sus equipajes y se dirigen hacia la puerta. Casi todas son negras, por algún motivo, pero hay algunas verdes, azules y hasta una roja. Algunas llevan cintas amarillas o rosadas, como medallas o premios, para ser distinguidas, y aparecen también esquíes, equipos de alpinismo y mochilas inmensas, que recogen unos gringos audaces y musculosos. Ninguno de ellos va a perder el tiempo antes de poner los pies en el Huascarán. Pero para todos los pasajeros es un clímax. Por un momento las maletas son esenciales para sus dueños. Las recogen, las ponen en un carro y se las llevan como un tesoro recuperado. Luego, cuando lleguen a casa, llegará la distensión. Las maletas dormirán el sueño del olvido en algún armario recóndito antes de volver a ser importantes en un nuevo viaje. Uno de los pasajeros más ansiosos confunde otra maleta con la suya, y la deja ir cuando comprueba que tiene un nombre ajeno. Poco a poco, todas las maletas van desapareciendo. Recojo la mía y veo que al final solo queda una dando vueltas desesperadamente como un niño huérfano por la cinta de plata. El taxista me cuenta una historia de aeropuerto. “Anoche llegó un marido con su trampa”, me dice. “La esposa se enteró y fue a buscarlo a la salida de pasajeros. Las dos mujeres se agarraron a golpes y arañazos, se tiraron al suelo, y cuando el marido quiso separarlas, empezaron a golpearlo a él”. El chofer abunda en historias amenas. Pienso que el tráfico de la avenida Faucett puede hacer que algunos turistas, con razón, decidan dar media vuelta. Pero conmigo todo tranquilo mientras mi maleta esté cerca y los jueces del CNM lo más lejos.