Las democracias, como sabemos, no solo son destruidas por golpes de Estado sostenidos por la fuerza de las armas. Hay formas silenciosas y disimuladas de echarlas abajo o, en todo caso, de pervertirlas hasta vaciarlas de contenido. Eso se suele hacer utilizando las propias instituciones y los mismos mecanismos de la democracia. Se trata, por así decirlo, de subversiones del orden democrático que se dan dentro de la ley y con relativo apego a los reglamentos.Sucede así cuando un grupo político utiliza su mayoría en el Congreso para imponer su voluntad de una forma completamente ajena a las razones o incluso a las buenas maneras; cuando se desecha virtudes cardinales de la democracia, no necesariamente escritas en la ley, como si fueran inservibles, como si fueran estorbos que nada significan frente a la ley del más fuerte. El sentido del equilibrio, la prudencia, la tolerancia, el respeto al espíritu de las normas (y no solo a su letra) son valores republicanos. Cuando una agrupación política desprecia esos valores y asume que la aritmética lo es todo, entonces la democracia está en peligro. Se ha visto eso en repetidos casos en las últimas décadas. Con los reglamentos en la mano, esa mayoría empieza a vaciar a las leyes de contenido e inclusive comienza a legislar contra la Constitución. Así mismo, toma control de las instituciones concebidas, precisamente, para controlar el abuso del poder. Colocando a su mando a funcionarios dóciles o acomodaticios, hace de esas instituciones simples apéndices de su voluntad y entes inútiles para la defensa de los derechos fundamentales o para la investigación de la corrupción y otros males.Por el hecho de que estos métodos de destrucción de la democracia simulan mantenerse dentro de las fronteras de lo legal, resulta más difícil denunciarlos y combatirlos. Las maniobras políticas orientadas en esa dirección cuentan siempre, además, con respaldo en la prensa de opinión a través de comentaristas prestos a presentarlas como instancias normales del “juego democrático”.Por ello, la reacción ciudadana resulta crucial para la defensa del Estado de Derecho. Ella muchas veces es la que le señala a un gobierno legítimo el camino que debe seguir para defender el orden democrático que se le confió. La sociedad organizada, movilizada, dispuesta a participar en el debate público, alerta a la sigilosa erosión de las instituciones, es la última garantía para la defensa de estas y, sobre todo, de su sentido legítimo.El término legitimidad como complemento indispensable de la legalidad resulta, aquí, de un valor crucial. La política entendida como lucha de facciones es un terreno siempre propicio a la distorsión de los significados. Hay que entender, por ello, que el sentido de las normas y las instituciones, y no solo su letra, constituyen el orden democrático. Un gobernante es elegido para defender ese orden y cuenta, para ello, precisamente, con un mandato. Ese mandato es su legitimidad y su fuerza. Y al mismo tiempo, es su compromiso.