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Cuando las democracias matan, por Cecilia Méndez

“¿Con qué tipo de acrobacias mentales debemos compatibilizar democracia y genocidio? Lo cierto es que no debemos, y toca decirlo”.

Vivimos una era de la perversión de los conceptos. Las máscaras se han caído y aparentar ya no parece necesario. Los escrúpulos son cosa del pasado. Hoy se puede afirmar ser demócrata mientras se apaña un genocidio, o justificar el genocidio como “defensa propia” y matar masivamente mientras se dice que se es “selectivo”. Hoy una ideología que promueve la exterminación de un pueblo aduciendo la superioridad del propio pasa a ser gobierno con el aval incondicional de quien se jacta de ser la mayor democracia del mundo.

El mundo vive una era de horror redoblado. Mientras escribo estas líneas, un Estado mata a un promedio de diez seres humanos por hora, casi la mitad niños, a punta de bombardeos o privándoles de lo básico para subsistir. Su delito es ser palestinos. En menos de tres meses Israel ha asesinado a más de 21.000, sin contar los aproximadamente 7.000 que yacen entre las ruinas de sus casas bombardeadas por el ejército invasor, vivos o muertos, muchos de ellos mutilados. No es una sino cientos de Guernicas. En un reportaje unos dedos atisban por una estrecha rendija entre bloques de concreto de un edificio derruido. Son los de una mujer que quedó atrapada; su hija conversa con ella, le toma la mano y dice que prefiere quedarse a morir con ella que abandonarla a su suerte entre los escombros. Otros cuerpos son comidos por los perros porque nadie los pudo rescatar. Los que llegan a los pocos hospitales que todavía operan esperan la muerte entre los pasillos porque no hay lugar ni cura para tantos. El ejército está ahora bombardeando barrios de refugiados, hospitales y ambulancias en el sur de la franja de Gaza, allí donde les dijo a los gazatíes del norte que debían evacuar porque era “zona segura”. Una atrocidad tras otra, pero la impunidad persiste, envalentonando al invasor.

UNICEF reporta que en Gaza 1.000 niños han sido amputados sin anestesia. Según otro informe, las cuatro de cada cinco personas más hambrientas del mundo están Gaza y el 90 por ciento de gazatíes solo ha comido una vez cada dos días. Los ataques de Israel contra la población civil desarmada no han hecho sino incrementar en ferocidad desde que su aliado, el gobierno de EE. UU., logró obstaculizar por enésima vez una resolución para el cese del fuego en el Consejo de Seguridad de la ONU y ha seguido enviando armas a Israel con la que su ejército sigue matando palestinos, sin excluir el día de Navidad y en el mismo lugar donde nació Cristo. Mientras el mundo celebraba el nacimiento de Belén, Belén no celebró y estuvo del luto.

Los hechos demuestran que el objetivo de la invasión israelí en Gaza no es, como predica Netanyahu, “derrotar a Hamás” sino hacer de Palestina un lugar invivible para los palestinos, expulsarlos de su propia tierra cuando no puedan exterminarlos: genocidio o “limpieza étnica”. Y son los mismos líderes de Israel, empezando por el propio Netanyahu, quienes han dejado en claro su intención de exterminar al pueblo palestino, a quienes se han referido como “animales humanos”, privándoles de todos los medios de subsistencia, en declaraciones públicas que han circulado ampliamente. Con esta licencia, es posible que una periodista palestina sea amenazada de muerte en vivo en un canal de la TV israelí sin consecuencias, que un colono israelí de uno de los asentamientos ilegales diga por la radio que Gaza “debe ser vaciada y nivelada, como en Auschwitz” y convertirse en “museo”, como recoge Hildebrandt en su trece, el único medio peruano que viene cubriendo el tema.

Y por eso digo que el horror es redoblado. Pues si bien el mundo no ha vivido atrocidades comparables, como el genocidio judío de los nazis, este fue perpetrado de espaldas al mundo, que, cuando lo supo, reaccionó. Pero hoy que todo se conoce en tiempo real, la complacencia de los que tienen el poder para frenar las atrocidades y no lo hacen resulta más oprobiosa que las atrocidades en sí. Y me pregunto si no es un abuso del lenguaje que nos refiramos como “democracia” a un país que financia y facilita un genocidio, y si no es tiempo de zafarse del resignado formalismo con que cierta academia busca encasillar el concepto. ¿Con qué tipo de acrobacias mentales debemos compatibilizar democracia y genocidio? Lo cierto es que no debemos, y toca decirlo.

Pero hay otro concepto con el que está reñida la democracia, y es el de imperio. Sin embargo, es precisamente este el que hace inteligible el pacto de impunidad y sangre que EE. UU. ha sellado con Israel. Como bien apuntó un periodista político senior de Aljazeera, EE. UU. está dispuesto a dejar pasar el genocidio palestino con tal de hacer sentir su poderío en el Oriente Medio. La ostentación de fuerza no es para Israel sino para Rusia y China, prosigue. El imperio es la frontera donde se estrellan los derechos humanos y ciudadanos, muera quien muera. ¿Se puede ser una democracia cuando se es simultáneamente un imperio?

Esta historia, por cierto, no empezó el pasado 7 de octubre. En su libro Justice for Some: Law and the Question of Palestine (Stanford, 2019), la investigadora Noura Erakat señala cómo en la llamada declaración de Balfour de 1917 por la que el imperio Británico hace suya la demanda sionista de crear “un hogar judío” en Palestina, se refería a sus habitantes nativos –que constituían el 90 por ciento de la población– simplemente como “no judíos”, limitando sus derechos a “las libertades civiles y religiosas”, pero negando sus derechos políticos, especialmente el de la autodeterminación (p. 29). Salvando las distancias, me vino a la mente aquella ocasión en que Dina Boluarte les dijo a lxs ciudadanxs que protestaban contra su gobierno que pidan obras, pero que “no hagan política”. Recetas propias de regímenes autoritarios, pero también una oportunidad para practicar la solidaridad entre los pueblos más allá de las fronteras nacionales.

Cecilia Méndez

Chola soy

Historiadora y profesora principal en la Univ. de California, Santa Bárbara. Doctora en Historia por la Universidad del Estado de Nueva York, con estancia posdoctoral en la Univ. de Yale. Ha sido profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios de París y profesora asociada en la UNSCH, Ayacucho. Autora de La república plebeya, entre otros.