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Sociedad

Los muertos anónimos

“Jamás el espectáculo fue universal. (...) Aislados cada quien trata de inventar una ingeniería doméstica. Estoy seguro de que no seremos los mismos”.

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En el mercado de mi barrio un hombre toca una sirena cuando ve que la gente se aglomera frente a un puesto. Todos nos miramos con temor. Sí, se respira el miedo. Esa sospecha a lo desconocido, el desasosiego por un futuro incierto. Calma, les digo, y pocos hacen caso.

Son las peores horas en Lima pero hasta cuándo. Y en casa, la nueva rutina del aseo y el cuidado se obedecen. Tengo varios vecinos hospitalizados. Y al teléfono ya nadie da razón. Los muertos se deben cremar. Y sin pompas, todos hemos adquirido patente de anónimos. Somos estadísticas y sin nombre propio. Y qué frágil habíamos sido todos. ¿Sobreviviremos? Me preguntan. Sí, claro, balbuceo.

Jamás el espectáculo de la muerte fue universal. El presidente trata de poner calma pero el alcalde está como el cangrejo. Aislados cada quien trata de inventar una ingeniería doméstica para subsistir. De algo estoy seguro, ya no seremos los mismos.

Tengo mis libros pero no hay ganas. Mi música la escucho en silencio. Perdónenme, trato de no ser pesimista. Solo la solidaridad me consuela. Y ya se acabó el aceite. Pero el sistema de salud funciona. A otro vecino lo sacaron en camilla. Memorizo su estampa. Aguardo con disciplina que pase la peste. Aliento a los míos. Como diría Quincas: “que cada quien cuide su entierro que imposibles no hay”.

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