La cuestión de la coca y la discutible posición del Perú, por Ricardo Soberón

No defendemos la coca porque sea un alimento, o sea una medicina milagrosa, sino porque el régimen que la prohíbe es una ilusión que ataca a los más débiles de la cadena ilegal: los productores compelidos a su cultivo como única forma de articulación a un mercado (ilegal).

(*) Por Ricardo Soberón, expresidente de Devida

Esto empieza en 1947 con la petición de una rancia diplomacia del gobierno conservador de Bustamante y Rivero, debidamente incentivado por la psiquiatría de ese entonces, de preguntar a la ONU sobre la masticación de la coca. Así, dejó en manos de instancias internacionales la decisión sobre el denominado “problema” del “acullicu” entre la población andina. Pese a los intentos tardíos de defenderse junto con Bolivia mediante la formación de una comisión peruana presidida por el médico Carlos Monge, la decisión final del Consejo Económico y Social de la ONU fue tomada como excusa para condenar irreversiblemente la planta, un acto cultural ancestral y, con ello, seguir extirpando las idolatrías en pleno siglo XX.

A partir de 1952, 1961 y 1988, se establece en el mundo un régimen internacional de control que sustenta una verdadera “guerra contra las drogas”, desatada contra las drogas de origen natural; es decir, las plantas de la coca, el cannabis y la amapola. Saquemos el cannabis de la ecuación, pues desde inicios del siglo XXI en distintas partes del mundo, incluido EEUU, sus usos han sido liberalizados o a lo sumo regulados, sin la intervención penal. No sucede lo mismo con el arbusto de la coca.

Entre 1971 y el 2024, durante 53 años, los países andinos hemos sido testigos —¿víctimas?— de distintas formas de intervencionismo extranjero, interdicción policial y militar, erradicación compulsiva incluida la fumigación de cultivos, procesos unilaterales de certificación, la extradición de nacionales. En el caso del Perú, seguimos la misma partitura: cumplimos con la erradicación de 25.000 ha anuales a cargo del CORAH que son rápidamente reemplazadas en lo más profundo de la Amazonía, la incautación anual de 50/60 toneladas de cocaína que disfrazan la salida de las otras 600 toneladas, y la permanencia por tres décadas del estado de emergencia en el Vraem que sostiene abultados presupuestos operativos. Desde la época de Montesinos hasta Otárola, repetimos el mismo cuento, ahora poniendo nuestros escasos recursos. Según el World Drug Report del 2023 (UNODC), el problema de salud mental asociado al abuso de drogas está lejos de haber sido resuelto. Hoy, se ha agravado con la aparición de numerosas drogas sintéticas, incluidos el fentanilo, el éxtasis y lo que ahora se llama la cocaína rosada (tusi).

En junio del 2023, Bolivia presentó a la ONU un recurso legítimo, la petición de examen crítico sobre la hoja de coca, para lo cual presentó un detallado dossier de las profundas omisiones de la decisión de 1952 que condenó el arbusto en la Lista Uno de Sustancias controladas, al igual que la cocaína. Este recurso ha sido apoyado por el Gobierno de Colombia y hay fuertes motivos para pensar en una decisión favorable para su desclasificación el 2025. El 14 de octubre último, el representante de Devida hizo una escandalosa presentación oficial en el 47 período de sesiones del Comité de Dependencia de Drogas de la OMS, y rechazaron la petición de Bolivia. Para ello no se le ocurrió mejor medida que contratar la consultoría de un especialista, absolutamente prejuiciado por razones económicas, más que científicas. En su intervención, simplemente desconoció un dato objetivo: más de 6 millones de peruanos usan la coca, según las tres encuestas nacionales en hogares que hizo INEI a pedido de Devida, el 2003, 2013 y el 2019.

No defendemos la coca porque sea un alimento, o sea una medicina milagrosa, sino porque el régimen que la prohíbe es una ilusión que ataca a los más débiles de la cadena ilegal: los productores compelidos a su cultivo como única forma de articulación a un mercado (ilegal). Una potencial desclasificación no tendrá efectos negativos en el cumplimiento de las obligaciones de luchar contra el narcotráfico. El mercado global de la cocaína es desde hace años estable, requiere aproximadamente 300.000 ha de cultivos de coca distribuidos en los tres países. Cualquier exceso de oferta repercutiría en la reducción del precio, aun en un mercado ilegal.

La situación es clara: de las 100.000 ha de coca en el país, solo 15.000 son objeto de uso legal, pero esto podría cambiar si se permitiesen estudios, mercados potenciales para lo que muchos especialistas califican como un excelente fito fármaco (Unanue, Mantegazza, Weil). El resto de la coca que se produce va a parar al mercado ilegal e informal; por ello, es necesario mejorar el régimen regulatorio. Pero precisamente esto no ha podido ser implementado por la obediencia ciega al régimen de los tratados de la ONU y la legislación vigente en el Perú, que resulta simbólica. Ni siquiera EEUU cumple con las disposiciones sobre el cánnabis. Con un mercado tradicional y moderno de coca sujeto a la fiscalización de una empresa en quiebra como Enaco y una desbordada policía, es entendible que el régimen establecido por la Convención de 1961 que ordena tomar posesión de los cultivos sea un fracaso total.

Poco podemos esperar de un gobierno de tan escaso pensamiento estratégico, cuyos representantes solo piensan en sobrevivir hasta julio del 2026. Es triste, por ser una mujer andina que por casualidad ocupa el despacho presidencial, la que avala todos estos estropicios. Ojalá alguien en el oficialismo se dé cuenta del tremendo error histórico que implica no apoyar la petición de Bolivia y Colombia a la ONU. La historia se encargará de juzgarles.

Columnista invitado

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Columnista invitado. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.