El 2023 arrancó con miles de ciudadanos y ciudadanas movilizados hacia Lima. Un movimiento constante y masivo que ha despertado diversas reacciones. Por un lado, solidaridad. Lo vemos en las rutas de ese viaje y en la recepción a las delegaciones en la capital, donde las limitaciones de coordinación central se salvan con el concurso de organizaciones locales, aportes de exitosas artistas y el uso de las redes sociales previamente establecidas, que, se sabe de sobra, son el principal capital de todo peruano y peruana de origen popular. Por otro lado, entre los sectores conservadores y la clase media, la presencia de estos compatriotas causa inquietud, dado el tono beligerante de sus exigencias, entre las cuales la renuncia de Dina Boluarte y el adelanto de elecciones para 2023 son ya irrenunciables.
El arribo de buses, las marchas desde puntos de entrada a Lima, las grandes movilizaciones del jueves 19 y el martes 24, los choques con la Policía y la llegada a distritos como Miraflores y La Molina, son hechos que la mayor parte de la prensa presenta de modo truculento, antes que con un propósito de informar, con el afán de activar miedos y exacerbar el desprecio racista.
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El primer ministro Otárola es quien mejor expresa la voluntad de descalificar a quienes con su viaje y estadía en Lima, protagonizan este momento político. Como jefe de la represión, Otárola ha dicho que la policía evitó que “hordas criminales puedan hacerse con la capital”. Estos adjetivos se suman a “vándalos” —la palabra de moda en los teleprompter de la señal abierta— y a “manifestantes”, un término aparentemente objetivo e inocuo que, sin embargo, generaliza, opaca la organización social y muy poco ayuda a reconocernos como personas distintas en intereses pero iguales en derechos.
¿Quiénes son los manifestantes? Son principalmente grupos y delegaciones de distritos, comunidades campesinas y pueblos originarios del sur andino, que primero protestaron en sus regiones y, sintiéndose subestimados, decidieron traer sus demandas a Lima. Desde Puno no hay provincia que no esté presente: además de las imponentes representaciones de Ilave y Chucuito, en las calles limeñas ondean las banderolas de Limbani (Sandia), Asillo (Azángaro), Ayaviri, Umachiri (Melgar), Coasa, San Gabán (Carabaya), Moho, Conima, Huyarapata, Talali (Moho). Hemos compartido con las hermanas y hermanos de la comunidad quechua de Patacancha, quienes, ataviados con sus tradicionales ponchos rojos, engrosan las filas cusqueñas, junto a la comunidad de Quelccanca y la gente de Ollantaytambo, Machu Picchu, Maras, Chinchero, Acomarca, Calca, Canas, Canchis, Chumbivilcas y Espinar. De Huancavelica se han sumado, entre otros, los hermanos y hermanas de la nación chopcca. Hemos saludado a compañeros de Construcción Civil de bases provinciales como Camaná o Puerto Maldonado. El componente universitario también es importante, con estudiantes y egresados de la Universidad del Altiplano, de la Universidad de Juliaca, la Federación Universitaria de la UNSAAC, delegados venidos de Ayacucho y Arequipa, lo mismo que ronderos o activistas feministas que han viajado desde Cajamarca, así como diversos grupos provenientes de Apurímac, Arequipa, Tacna, Moquegua, Pasco, Junín y Huancavelica.
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La lista es mucho más extensa. No están aquí por obras o proyectos como tantas veces en la historia de la República, ni para negociar la “agenda social” que el gobierno propone para desoír las demandas políticas y el reclamo por las muertes de la brutal represión. Lo que llega con esta ciudadanía movilizada es la agenda política de los años venideros, en los que tenemos que rehacer esta democracia que se ha caído a balazos.
Socióloga por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Nací en Lima, en La Victoria, en 1988. Excongresista de la República. Fui Presidenta de la Comisión de la Mujer y Familia. Exregidora de la Municipalidad de Lima. Soy militante de izquierda y feminista.