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El más espartano que he visto en mi vida

“No solo era de dolor el llanto de ese guerrero que se torció tres ligamentos y luego fue sometido a una cirugía que lo alejará de las canchas unos meses. No tengo dudas de que, en ese llanto, también yacía la impotencia de no poder ganarle a un veterano...”.

Ocurrió dos días después de que aplastara a su eterno rival por el podio de mejor tenista de la historia en los cuartos de final. El viernes pasado, Rafael Nadal enfrentaba a Alexander Zverev por su pase a la final de Roland Garrós. El alemán tiene 23 años, ¡13 menos que Nadal! y le había luchado el primer set perdiendo por la mínima diferencia en un tie break. Iban en el segundo y estaban a punto de que ocurriera lo mismo. Zverev sólido, la plenitud de su lado, dispuesto a todo por conseguir su primer Grand Slam.

Por su parte, Nadal contestaba y devolvía todas las bolas desde y hacia ángulos imposibles. En esa batalla, en esa esgrima, en ese boxeo, en ese intercambio de tacles, porque nada como el tenis para compendiar toda la dinámica heroica de los enfrentamientos deportivos, Nadal, casi cayéndose, devuelve una bola venenosa desde la esquina izquierda con un smash paralelo imposible. Zverev lo había intuido y corre antes de que Nadal lance el raquetazo.

Zverev corrió con toda su alma, pero no llegó hasta donde cayó la bola. Otra vez punto de Nadal, quien, como es costumbre, puede estar perdiendo por 4 set points abajo y le da la vuelta al partido, siempre con épica griega y furia española. Zverev, que es un gigante que mide un metro noventa y tres, hizo todo lo que estaba a su alcance. El alemán no solo no logró llegar, si no que, de tanta garra, se torció el tobillo y cayó en el piso y se echó a llorar y a gritar.

Una escena impactante. No solo era de dolor el llanto de ese guerrero que se torció tres ligamentos y luego fue sometido a una cirugía que lo alejará de las canchas unos meses. No tengo dudas de que, en ese llanto, también yacía la impotencia de no poder ganarle a un veterano, erupcionaba la comprensible frustración de dejarlo todo, de hacer todo bien y no poder con el deportista más espartano de todos los tiempos.

Nadal se acerca, preocupado de verdad, está pendiente y se asegura de que la situación esté bajo control. Su rostro trajinado, maduro, se le desencaja, a pesar de que ya estaba en la final a punto de ganar su Grand Slam número 22 y convertirse en el tenista más galardonado de todos los tiempos, conquista que obtuvo dos días después. A los pocos minutos, Zverev vuelve a la cancha en muletas, cojeando y, antes de hablarle al público, abraza a Nadal, apoya su cabeza en sus hombros. Se rinde esta vez, se rinde, y recién allí empieza a sanar.

La República

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