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Carta democrática: 20 años de marchas y contramarchas

“Se han dado muchas explicaciones y muchos diagnósticos y se han propuesto iniciativas interesantes para dotar de más dientes a la CDI”.

Era una mañana fría en Lima ese 11 de setiembre del 2001. Debía votarse en la Asamblea Extraordinaria de la OEA el texto de la Carta Democrática Interamericana (CDI). Estaban en Lima todos los cancilleres de América y como canciller anfitrión me correspondía presidir la asamblea. Era la etapa final de la iniciativa peruana surgida durante el gobierno de transición de la dramática experiencia el año 2000 de enfrentamiento democrático al autoritarismo y para superar al fujimorato.

Temprano en la mañana, antes que se instalara la asamblea, tratábamos asuntos bilaterales en palacio de gobierno con el secretario de estado de EEUU, Colin Powell. Mientras eso ocurría, el terrorismo de Al-Qaeda empezaba a atacar, con todo, en Nueva York y Washington. Como es lógico, el trabajo fue impactado cuando aún no estaba clara la dimensión de lo que estaba ocurriendo. Al llegar más noticias hubo que acelerar los tiempos para que no se frustrara la aprobación de la Carta y permitir que Powell regresara de inmediato a Washington como lo estaba planteando.

Al cabo de una hora, en un hotel de Lima se abrió la Asamblea condenando duramente los actos terroristas y expresando solidaridad con el pueblo y el gobierno norteamericano.

Al cabo de unos minutos se dio el voto unánime aprobando la CDI. De inmediato, en representación gubernamental lancé la propuesta de preparar una Convención Interamericana contra el Terrorismo. A los pocos meses –junio del 2002– ella fue aprobada a partir de un primer texto elaborado en nuestra cancillería. Contundentes respuestas al terror.

Luego de estas dos décadas, y vistas las vicisitudes en la evolución democrática latinoamericana, se suscitan algunas reflexiones e interrogantes a partir de la Carta.

En primer lugar, lo acertado de haber puesto el eje de la atención en las amenazas a la democracia surgidas desde dentro del sistema. Es decir, ya no en los clásicos golpes militares sobre los que en la OEA se trataba el Compromiso de Santiago de 1991. Pesaba centralmente en este énfasis la experiencia peruana del “autogolpe” del 92, la recuperación democrática en el crucial año 2000 y el papel de la llamada “Mesa de Diálogo” de la OEA. El hecho es que las grandes amenazas a la democracia en la región vienen “desde dentro” y no de un cuartelazo militar.

En segundo lugar, el hecho real de que la CDI no ha sido suficiente para impedir deterioros democráticos o de concentración de poder. Se han dado muchas explicaciones y muchos diagnósticos y se han propuesto iniciativas interesantes para dotar de más dientes a la CDI. Pero las soluciones no son fáciles ni sencillas. La CDI es, ante todo, un instrumento político intergubernamental que busca poner en movimiento y operación al sistema interamericano –que es de estados– y sus capacidades de acción. Su debilitamiento –como el de la mayoría de organizaciones multilaterales– así como por tratarse de asuntos muy sensibles no hace fáciles los acuerdos con 2/3 de los votos prevaleciendo los intereses y prioridades de cada cual.

En tercer lugar, que sería errado entrar a una farragosa negociación de “perfeccionamientos” del texto de la CDI. Mejor ruta es afinar sus mecanismos de funcionamiento. Se ha propuesto a lo largo de estos años, por ejemplo, que se produzcan informes institucionales anuales sobre el funcionamiento de la democracia en cada país y recomendaciones para prevenir –”alertas tempranas”– o enfrentar crisis democráticas. Sea encargándole tal tarea a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (como lo proponía el texto original peruano el 2001), creando una Relatoría u otro mecanismo de seguimiento y análisis.

Todo ello, para dar pasos antes que la sangre llegue al río y los apetitos fagocitantes de poder se hayan consolidado como ha venido ocurriendo en algunos países.

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La República

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