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A Maricarmen Alva se le ve la hilacha

“La tensión gestual de Alva el día jueves contrasta con la abierta distensión que días antes mostró en el encuentro con Julio Velarde, presidente del BCR, a quien sí extendió la mano (con el puño cerrado), en claro signo de auspiciosa cordialidad.”

El gesto de María del Carmen Alva ha dado que hablar porque llueve sobre mojado. No es solo un acto equívoco: al saludo con el codo que propuso el presidente Castillo le siguió el gesto con la mano de Alva que impuso un brusco cese del contacto que reiteró mirando a otro lado, ignorando al mandatario que saludaba a los fotógrafos, solo. Fue un acto torpe que linda con el desprecio.

La tensión gestual de Alva el día jueves contrasta con la abierta distensión que días antes mostró en el encuentro con Julio Velarde, presidente del BCR, a quien sí extendió la mano (con el puño cerrado), en claro signo de auspiciosa cordialidad. Aquí se acortaron las “distancias físicas” buscando el contagio político. Por no hablar de los abrazos cerrados con los congresistas de Renovación Popular, el día de su elección. En el Perú, no hay variante delta que valga cuando se juega discrecionalmente con las distancias sociales.

Pero si de deslucir se trata, recordemos el desplante al expresidente Sagasti. Aquí invocó una excusa endeble: que Sagasti ya no era presidente desde el 26 de julio, una interpretación espuria que ni ella se creyó porque, de ser así, hubiera tenido que actuar en consecuencia: exigir que se revisen los actos de Sagasti y su gabinete entre el 26 y 28 de julio. No lo hizo, claro, porque lo dicho era una explicación a la prensa para salir del paso, y luego a otra cosa.

Lo que Alva sí logró el 28 de julio fue deslucir la ceremonia que se transmitía en señal abierta al país y ante dignatarios extranjeros. Quedará para la historia la imagen de un presidente de la República que en la puerta del Congreso se despoja de la banda presidencial y la dobla con diligencia, en un último gesto de respeto por la investidura presidencial.

El “buen trato” entre personas es, como decía el sociólogo Erving Goffman, una “promesa moral”: las expectativas de trato (palabras, gestos, silencios, etc.) que los adultos esperamos recibir cuando interactuamos con “otro”. Esas formas, que tenemos por socialmente justas, nos permiten conservar nuestra propia imagen pública (la dignidad) y la de ese otro. Estas maneras hacen posible la convivencia en toda sociedad. Debido a estas consideraciones solemos exigir “corrección” en la esfera pública.

A los políticos, incluso a aquellos con concepciones racistas se les exige hoy en día que se comporten “correctamente” en el espacio público (si no miremos a ciertos representantes blancos de la Asamblea Nacional sudafricana, ayer nomás justificaban el Apartheid y hoy bien propers en sesiones y pasillos).

No es que a Maricarmen Alva le falten clases de sociología, lo que sería irrelevante aunque sí, por momentos, algo de sentido común, ese que adquieren niños y niñas y que exponen en su vida adulta, cuando salen de la esfera privada y se encuentran con sus compatriotas, formalmente iguales ante la ley.

Desde la Reforma Agraria se fue apuntalando la extraña idea de que el Perú estaba habitado por ciudadanos y ciudadanas a los que se les debía dispensar un “buen trato”. Que los peruanos sean tratados “como gente” es hoy una exigencia política de primer orden.

La República

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