Historias del dominio republicano

“El Perú nacía militarizado, y plagado de hombres armados, con su agresividad y sexualidad poco controladas...”.

La vida de las mujeres fue afectada de manera especial a raíz de la ruptura de las relaciones del Perú con la metrópoli española. Fueron momentos críticos seguidos por décadas de gran inestabilidad política. Las instituciones recién fundadas que pretendían organizar la vida pública y la privada, inspiradas en las desigualdades de género, se resquebrajaban en medio de las rivalidades interminables entre los bandos guerreros que pugnaban por controlarlas. La violencia significa, en general, un deterioro de las posibilidades vitales de las mujeres y los conflictos entre los caudillos impedían pacificar el liberado pero destartalado territorio nacional.

El Perú nacía militarizado, y plagado de hombres armados, con su agresividad y sexualidad poco controladas. Las mujeres, que de variada pertenencia social habían participado de múltiples formas en la independencia -aunque sepamos muy poco de cómo imaginaron que serían sus vidas en la voceada república-, de modo formal y discursivo, fueron sometidas a renovada tutela. Pero estaban expuestas; las leyes no se cumplían y ellas no estaban protegidas. Unas se encerraron y otras fueron encerradas por recelosos familiares. Hubo las que siguieron en las calles, trabajando y también conspirando. El permanente tumulto social hizo que el orden familiar no fuera el recurso más idóneo para cuidarlas. La reclusión temporal en conventos era la mejor garantía para el cuidado de la honra femenina, de aquellas pocas que la pretendían. La muerte de mujeres de parto dejaba sin cuidado a muchas niñas, las que necesitaban ser atendidas por instituciones como éstas, pero para pocas se abrían estas opciones.

Los caudillos no tenían como puntos de apoyo las instituciones, que eran inseguras y perdían el balance todo el tiempo. En sus vínculos personales y en su capacidad para las alianzas residía su poder. Por eso los lazos del parentesco eran tan cruciales. Y las mujeres, por un lado, eran expertas en tejerlos (a favor de los hombres de su grupo), y por otro, el control sobre sus cuerpos favorecía arreglos matrimoniales imprescindibles para los patriarcas del clan.

Unas buscaron protección en hombres capaces de dárselas; otras eligieron un protagonismo que los superó. Encontramos así actitudes que contrastaban con los modelos que las élites –civiles y eclesiásticas- usaban para convocar a las mujeres a los ideales dominantes: hijas y esposas sumisas a la autoridad paterna, y atentas al orden de lo doméstico: obedientes. Los hombres de toda clase tuvieron dificultades para ejercer su dominio patriarcal: la virilización de la masculinidad que representaba la figura del caudillo –hombre armado- opacó la civil. Por otro lado, las jerarquías socio-étnicas organizaban la sociedad colonial, de modo tal que la autoridad masculina, la doméstica como la pública, carecía de un modelo que se aplicara a todas las mujeres, lo que a la larga debilitó su hegemonía; pero al mismo tiempo aparecieron muy diversas combinaciones de dominio masculino, que son también historias de la república.