Las civilizadoras

“En 1971 ocurre la primera movilización de trabajadoras del hogar que reclaman beneficios laborales y jornada de 8 horas. Recién este 17 de abril la ley que reconoce sus derechos...”.

Sin querer abonar la idea de una supuesta “herencia colonial” a la cual algunos atribuyen las desgracias republicanas, puede decirse que la república ha estado atravesada por relaciones de servidumbre que han ido mucho más allá de ciertos enclaves, pese a que la hacienda es la que primero viene a nuestras cabezas. Pero más bien se han reproducido ahí donde no llegaba alguna institución pública o el Estado (aunque este no deja de estar hoy inspirado en aquellas); es decir, en casi todo el territorio nacional, y la cultura de la hacienda saltó esos linderos para instalarse por casi 200 años en nuestros poros. Su cuestionamiento más explícito, y más violentamente reprimido, ha procedido casi inequívocamente de aquellos y aquellas que la han sufrido; sobre todo por campesinos y sus movimientos que también han recorrido, aunque intermitentemente, la vida del Perú independiente; también estamos hechos de eso, afortunadamente.

Una excepción en la atención a esos reclamos seculares fue la reforma agraria decretada en 1969 y llevada adelante por el gobierno del general Juan Velasco. Esta tuvo la virtud de quebrar la servidumbre como sistema de producción en el campo. Una no deja de preguntarse sobre cuánto del resentimiento de las elites expropiadas −y simpatizantes con ellas− contra Velasco no solo bebe de no disponer de la fuente material de su riqueza, sino de sentirse privadas del placer producido por una forma de dominio −primitiva por cierto− que permitía ese modo de someter. Pero la servidumbre en femenino quedó incólume en la casa. Seguro una mejor escuela pública la habría reducido, pero no se consiguió; de todas maneras un síntoma.

Y sintomáticamente fue sobre todo en las escuelas nocturnas a las que las trabajadoras del hogar asistían, si les permitían sus patrones o su cuerpo cansado, donde empezaron a concebir sus sindicatos. Así fue en Lima, Cusco y Arequipa por lo menos a inicios de los 70. Adelinda Díaz, Paulina Luza e Inés Meza, entre otras, así lo registran. Es el origen de Sintrahogarp. En 1971 ocurre la primera movilización de trabajadoras del hogar que reclaman beneficios laborales y jornada de 8 horas. Recién este 17 de abril la ley que reconoce sus derechos sociales y las sustrae de la informalidad −y del abuso− tiene su reglamento.

Medio siglo por lo menos se ha demorado el Estado en ingresar a la casa y recortar los poderes domésticos. Las reivindicaciones de estas trabajadoras revolucionan un espacio regido por la arbitrariedad familiar, lo hacen más igualitario y menos brutal. La dinámica casera puede democratizarse toda ella sin el referente servil que la ha estado alimentando durante toda la república. Si estamos vigilantes, puede ser algo que celebrar en este crítico bicentenario.