Estamos acostumbrados a pensar que las elecciones solo tienen dos vueltas. Pero quienes pierden la segunda vuelta pueden terminar gobernando en la tercera.
En 1963 ganó las elecciones presidenciales Fernando Belaunde Terry. Ofreció resolver el problema de la IPC en cien días y llevar a cabo seis reformas estructurales: la agraria, la de la educación, la tributaria, la de la empresa, la del crédito y la del Estado. Ganó, pero apenas pudo aplicar su plan de gobierno. Los derrotados, a través de la mayoritaria coalición parlamentaria de apristas y odriistas y de su propio poder económico, lo boicotearon. Hoy se olvida que en 1963 Belaunde ganó contra la derecha y la oligarquía.
En 1990, Alberto Fujimori ganó las elecciones con un programa de reformas. Su primer gabinete ministerial incluía personalidades de centro izquierda como Carlos Amat y León, Fernando Sánchez Albavera y Gloria Helfer. A poco andar, los que habían apoyado a Mario Vargas Llosa le proporcionaron las ideas y los cuadros de gobierno.
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Como presidentes, Toledo y Humala terminaron lejos de lo que habían propuesto en sus campañas. Por ejemplo, abandonaron rápido su rechazo a la Constitución de 1993 y su reivindicación de la de 1979. Lo que había sido consenso en el interregno de Valentín Paniagua (o sea, hay que cambiar la Constitución) se había vuelto un pecado mortal.
Todos estos momentos (1963, 1990, 2001, 2011) demuestran que los que pierden la segunda vuelta pueden ganar la tercera. Es decir, que después de cada proceso electoral los actores (muchos informales, pero no por eso menos poderosos) despliegan todas sus energías para co-optar y/o chantajear al ganador. Y, a veces, lo consiguen, total o parcialmente. La amenaza del susto de los inversionistas es un argumento muy poderoso. Sobre todo, cuando se logra colocar alfiles en el Ministerio de Economía y/o en el Banco Central de Reserva. Ello facilita traducir los intereses privados en “argumentos técnicos”.
En las últimas semanas, la campaña para las tres vueltas, incluida la tercera, ya empezó. Se ha lanzado una costosísima propaganda mediática de terror. Según esta campaña, cualquiera que quiera cambiar el statu quo es un peligroso comunista, cuando no un “terruco”. En el clima de polarización que vivimos, la confrontación va a estar plagada de falsedades. Por ejemplo, la de sostener que el crecimiento económico no se debe a la evolución de los precios en el mercado internacional, sino al llamado “modelo” y a la Constitución de 1993. (Si así fuera, Bolivia no hubiera crecido tanto o más que el Perú).
Pero, conviene recordarlo, con frecuencia estas campañas son contraproducentes. La mayoría de los grandes medios de comunicación se orquestaron contra Fujimori, en 1990, y perdieron. Volvieron a hacerlo contra Humala en el 2011 y volvieron a perder. Los medios no son omnipotentes, aunque tampoco impotentes. Solo, a veces, prepotentes.
A medida que crece la conciencia colectiva es más difícil manipular a la gente. De ahí que estas campañas millonarias pueden terminar siendo solo un desperdicio de dinero. Y hasta resultar contraproducentes. Los receptores se dan cuenta, cada vez más, de que por algo se pone tanta plata en ellas. La publicidad siempre ha sido más eficaz para vender productos de consumo que para impregnar ideologías. Y, en política, la ostentación publicitaria es sospechosa.
En suma, es importante que pase a la segunda vuelta aquella candidatura reformista que resulte más firme, no solo para ganar la segunda vuelta, sino también para los embates de la tercera. Hay que advertirlo, porque, a cinco semanas de las elecciones, parece muy improbable que alguien gane en primera vuelta. O que haya una clara mayoría parlamentaria. Hay que acumular fuerzas para las tres vueltas.
Rafael Roncagliolo. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.