Los cuidados, el honor y lo mezquino

“En Cusco la prensa denunciaba la enorme cifra de menores que desaparecían. Las niñas de servicio doméstico que se daban por ‘perdidas’ en esa ciudad no eran pocas”.

Las observaciones de las mujeres acerca de la importancia de las emociones en la pedagogía ocuparon la cultura pública a inicios del siglo XX. Ceder a los caprichos infantiles era una forma de instigar en los hijos una aspiración a la superioridad, escribía Elvira García y García en 1909. Este acento crítico manifiesta una inclinación igualitaria en la vanguardia femenina de entonces. En 1902 había creado, inspirada en Froebel y Montessori, el primer kindergarten para niños de 2 a 8 años. El mismo año Juana Alarco de Dammert fundó en Lima la Cuna Maternal para educar, cuidar y alimentar a los hijos de las obreras que eran acogidos durante la jornada laboral.

El cuidado infantil iba de la mano con formas de trato orientadas por el afecto y el respeto, y esto «cualquiera que sea su condición de clase», señalaba García y García. Los castigos quedaban prohibidos. Estas pretensiones que podían anunciar una sociedad más democrática y cuidadosa tenían limitaciones.

En Puno el gobernador podía obligar a los indígenas a que le entregaran niños que este regalaba al prefecto o al subprefecto o a sus amigos en calidad de obsequio para su servicio. En Cusco la prensa denunciaba la enorme cifra de menores que desaparecían. Las niñas de servicio doméstico que se daban por «perdidas» en esa ciudad no eran pocas; en cambio, era raro el registro del rapto de pequeños de las comunidades. Hubo vecinos que denunciaron el trato en exceso cruel que recibían los pequeños sirvientes. La furia de los patrones podía ser incontenible. Por otro lado, una nueva ola migratoria de China trajo consigo un ingrediente dramático: el virtual tráfico de infantes. Además, como señala Fernando Santos, a la explotación gomera en la Amazonía le fue inherente el tráfico de niños y niñas.

El gobierno de Pardo creó en 1919 «El Patronato Nacional de la Infancia» para proteger a los niños y difundir la escuela primaria entre ellos. El gobernante reconocía en las mujeres las habilidades para «modelar el alma de la República». Cada prefecto organizaría una junta de Patronato de la Infancia cuyos cargos serían desempeñados por las mujeres notables, quienes debían sentirse honradas realizando este encargo civilizatorio en el que el Estado no invertía recurso fiscal alguno.

El “gobierno de los padres” se resiste a hacerlas parte de su burocracia, a gastar en ellas. Pagarles por su trabajo era intervenir en los dominios de sus pares domésticos. En cambio, concederles honor no perturbaba los lazos de sujeción, ni las fuentes de dominio doméstico; no recibían dinero de “otros”. Un correlato de este mecanismo de protección del poder patriarcal ha sido un Estado mezquino con su burocracia femenina, si no, pensemos en lo que este invierte en las maestras y en las enfermeras en cuyas manos está nuestra vacunación.