La intervención del martes/miércoles últimos del 2020 de Eugenia Duré, la senadora argentina representante por Tierra del Fuego, llevó con ella a todas las mujeres, a todas las niñas obligadas a parir, a todas las mujeres forzadas a criar contra su voluntad; a las que se sintieron culpables por interrumpir sus embarazos. Las llevó al Senado. Estaban también vivas las muertas por un aborto clandestino, inseguro. Nos reivindicó a todas. Parecido hicieron otras senadoras y representantes hombres también hasta que madrugó el aborto legal.
Las empujaba una historia terca y larga, incesante –hecha de reclamo callejero, de conversación, de acompañamiento íntimo y sororal– a favor de la legalización del aborto, la que vamos haciendo en todos los países de este continente. Y ese empeño de organización feminista, un ingrediente básico que confluye en esta victoria, se remonta a la década del 70. En el Perú no olvidamos a un grupo de mujeres que en 1979 marchó desde el Parque Universitario hasta la Facultad de Medicina de San Marcos pidiendo la legalización del aborto. La asociación feminista Alimuper inauguró lo público de esta lucha. Porque este afán, el de maternar cuando queremos, es parte del deseo femenino ancestral, y va teniendo muchas formas, las más efectivas pasan por las mujeres organizadas, sin esto no pasa nada. La difusión del misoprostol, tarea de feministas en colectiva, es un claro ejemplo que puede aliviar a miles de mujeres a diario.
Pero la clandestinidad no amplía el debate público ni resulta en la igualdad. Es más bien parte de la violencia y de una forma perversa de vida; el aborto clandestino, masivamente practicado en el Perú, no le quita el sueño a nadie, excepto a las mujeres que no tienen otra opción. Al legalizar el aborto, al hacerlo gratuito el Estado disminuye la desigualdad entre hombres y mujeres, el gasto público adquiere una racionalidad diferente; de replantear la inclinación de la burocracia –maestros y profesionales de la salud sobre todo–. La capacidad de las mujeres de interrumpir el embarazo cuando la ley la sustenta no solo disminuye el aborto en general, sino que puede también pacificar la vida y mejorar la calidad de las relaciones entre las personas.
Lo legal de la interrupción del embarazo como una opción de las mujeres es una revolución en las definiciones. Maternar no puede ser más una proyección de nuestros cuerpos descritos por otros desde una biología cifrada por úteros y hormonas, en torno a los cuales se ha agregado un fantaseado instinto maternal, y por añadidura un destino. Además, la presencia de las mujeres ha empujado los límites de la democracia; han convertido la tristeza, la frustración y la rabia en persuasión.
Se quiebra así una tradición propia de América Latina en la que un Estado mezquino se ha resistido a cuidar a las mujeres, a atenderlas; a escucharlas, porque las ha visto como inferiores para poder incrustarlas bajo el dominio de los hombres tanto en la casa, como en las instituciones y en las calles y de paso no gastar en nosotras. Pero ahora queda claro que es posible que nuestro continente esté habitado por niñas y niños deseados y por nosotras algo más ciudadanas libres.
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