Publicaciones periódicas fundadas por mujeres como El Álbum (1874) y La Alborada (1875) habían circulado señalando la importancia de la educación para la vida de las mujeres. Mercedes Cabello (1842-1909) en 1875 había escrito sobre la autonomía femenina sustentada en el conocimiento y la lectura. Clorinda Matto (1852-1909) desde Tinta publicaba en 1876 a los 24 años, en Cusco dos veces por semana El Recreo desde donde convocaba a las mujeres a la aventura de escribir y ampliaba el público lector. Trinidad Enríquez luchaba contra la corriente para ser abogada, mientras el gobierno de Manuel Pardo aprobaba el Reglamento General de Instrucción Pública en 1876. El fisco peruano estaba a punto de declararse en bancarrota.
Pero ¿cómo diseñar una política educativa si se desconocía cuántos habitaban el Perú, dónde, sus edades y su sexo? El Estado se embarcó entonces en la inaplazable y titánica tarea de llevar adelante un censo nacional, el primero en la república. Encontró ahí incontables resistencias entre los párrocos que monopolizaban los registros de bautismos, matrimonios (poco trabajo tenían en este ámbito) y defunciones; y con las torpezas y limitaciones de empleados estatales pobremente adiestrados en sus funciones. El Estado llegaba muy debilitado a los departamentos y provincias.
En 1878 el presidente Manuel I. Prado anunciaba la creación de la Escuela Nacional de Niñas, decretada un año antes. Los representantes del poder central en los departamentos y provincias, los prefectos y subprefectos, serían los responsables de su difusión en sus jurisdicciones. Las jóvenes egresadas, con el título de profesoras, estarían obligadas a servir como tales, fuera de la capital. Para motivar la respuesta de las eventuales futuras maestras, el Estado ofreció un fondo de becas destinadas a las aspirantes de provincias que asegurara su formación.
Sin embargo, como señala Alejandro Salinas en Las damas del guano (UNMSM, 2011), las autoridades provincianas respondieron que en sus pueblos no había niñas –mujeres jóvenes, adolescentes– que satisficieran los requisitos para recibir las becas, que el Estado había listado así: fe de bautismo, certificado de sanidad, testimonios de tres personas que acreditasen “la autoridad moral de los padres”. Las ilegítimas quedaban excluidas (Ibid.). Consideremos que el número de nacimientos fuera del matrimonio en esos años era virtualmente incalculable, pero altísimo.
Estas exigencias nos hacen pensar en cómo los criterios que inspiraban a las elites para organizar la sociedad, difundir la escuela y educar a las mujeres estaban impregnados de creencias y nociones que jerarquizaban y excluían; y en cómo estos condenaban la prosperidad y las políticas públicas al fracaso. Tanto fue así, que a los propios contemporáneos les parecieron absurdas y discriminatorias las condiciones de marras: El Comercio, en su “Boletín del Día”, opinaba que estas abonaban las desigualdades y eran punitivas con las hijas de padres inobservantes. Además, agregaba, “las preferencias odiosas y arbitrarias solo servían para crear elementos disolventes en nuestro país” (Ibid.).
Resulta ilustrativa la forma en que el derecho canónico adoptado por las elites peruanas desde 1852 para regular el matrimonio estigmatizaba a niños y niñas como ilegítimos si nacían fuera de este. Además, se convertía en un obstáculo irremontable para la secularización y consolidación del Estado, así como en un surtidor de privilegios y privaciones. Así nos encontraba la guerra con Chile.
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